Isla del Carmen, Loreto Baja California Sur
I
Ivette y Rafael llegan a la dársena de Loreto por nosotras. El mar es un espejo lleno de lumbre, nuestras mejillas buscan el horizonte, nada se mueve. Una línea recta que es el mar anuncia que ya no hay nada más allá, sabemos que hay secretos que involucran al mar y a nosotras. Eso sabemos.
II
Hace unas semanas la vida y la curiosidad me volvió al cuerpo. Desperté de mi propia inacción, las arañas de mi mente comenzaron a tejer en una suerte de verticalidad emparentada con esa aspiración al cielo, a un estado mental ligero, he llegado a poseer la certidumbre de que, como San Francisco de Asís, deseo poco y lo poco que deseo lo deseo poco, aunque la vida y sus personajes me den a manos llenas.
III
El capitán Rafael, con el rostro bronceado por el sol cotidiano sonríe y nos interna en un mar del que podríamos no salir. No tenemos miedo. La vida, el pecho se nos abre con cada metro que avanzamos mar adentro, no se distingue si el mar está rodeándonos o el azul es nuestra creación, nuestro sueño.
IV
La panga entra al interior de las cuevas, estamos indagando en el interior de las entrañas de la isla, somos oscuridad en ese hueco, el cuerpo del agua va y viene en esa noche que es la cavidad de nuestra alma también. Trato de tocar las rocas que circundan al bote, un arrullo se nos acomoda en el cuello, el agua tiene maneras de hablarnos que sólo en el dolor o en la profunda escucha tienen significado.
V
Salimos de nosotras. El sol me quema la pierna, pero de eso me daré cuenta más tarde, en el ardor. La Isla del Carmen nos ve acercarnos. Hay miles de ojos que siguen mirando a los que llegan hoy. El cansancio de electricistas, afanadores, cargadores y amas de casa detenidos en el aire puro. Hay máquinas oxidadas llorando nostalgia por sus dueños. Lizette registra con su celular cada viga y muro, cada movimiento de nuestros cuerpos internándose en la salinera que fue.
VI
Renata hunde las piernas en la salmuera, rescata cristales revelándonos que en realidad ella es una sirena regresando a su isla. Su abuela, Georgina, tiene las manos exactas para medir cada voz y consejo que se congeló en la isla. Las mujeres somos sabias al hacernos al paisaje, al reconocernos en las penas y esfuerzos que una comunidad de chinos vivió en esta lejanía. Ellos yacen en un pequeño cementerio en la Isla del Carmen. Nadie sabe que están ahí, sus nombres son indescifrables.
VII
Salimos de la isla con la bendición de Ángel, el cocinero a cargo, nos dice adiós desde una soledad que necesita aderezarse, es muy joven para entender que sus manos son mágicas. Nos vamos a otro paraíso, comemos tostadas del ceviche que Carlos (el otro cocinero mágico, prodigioso) nos preparó. Luego saltamos al mar, hay peces dorados, lisas, que nos miran con curiosidad, yo las miro maravillada. El agua es transparente, soy una recién nacida en ese mar que es madre también.
VIII
Tenemos que volver a Loreto, una familia de delfines nos escolta, compiten con nuestra panga, nos gritan para que los veamos y saltan como nuestro corazón al verlos. ¿Y si nos quedamos a vivir con ellos?, ¿Y si fuéramos valientes y la isla se convirtiera en nuestro hogar y pudiéramos salar los alimentos con nuestra honestidad y saber que el mar, como dice Rafa, es el maestro, la pureza, la vida misma?, ¿Y si dejáramos la ciudad y como a Ivette, la pasión nos revelara que somos desierto y agua? Hay una isla tatuada en nuestra memoria, sus historias nos cuentan quiénes fuimos, nos piden encontrar otras islas, no voltear a llorar lo perdido, sabemos que corremos el riesgo de convertirnos en estatuas de sal. Debemos vivir.
*M.L.M. Iliana Hernández Partida
Traductora y docente
Facultad de Idiomas UABC