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Opinión

Impuesto a ricos: imperativo ético y económico

Por: Editorial La Jornada

El premio nobel de Economía Joseph Stiglitz, el ex ministro de Finanzas de Colombia José Antonio Ocampo y otros expertos internacionales respaldaron las propuestas del gobierno de Brasil para un gravamen global a los multimillonarios del planeta. Este tributo se cobraría a multimillonarios que no pagan ni siquiera 2 por ciento de sus riquezas en impuestos, una evasión fiscal insultante para los trabajadores que pagan 35 por ciento de sus ingresos. Ocampo remarcó que el impuesto global para los ricos debería aplicarse no sólo a los 3 mil individuos que atesoran más de mil millones de dólares, sino a todos los poseedores de grandes fortunas, aunque reconoce que hay importantes obstáculos a la propuesta.

Uno de los principales escollos con los que se topa el intento de gravar a la plutocracia se encuentra en la difundida noción de que las contribuciones fiscales frenan el crecimiento económico. El relato neoliberal dice que, cuando se deja de cobrar impuestos a los dueños de grandes capitales, éstos son invertidos en todo tipo de empresas productivas que generan empleos y, a la larga, benefician al conjunto de la sociedad. Se trata de la economía del goteo o el derrame, cuya lógica –o mejor dicho, cuya ilusión– reside en que sólo los ricos saben cómo usar el dinero y, por lo tanto, la mejor manera de impulsar el desarrollo es dejarlo todo en sus manos.

Incluso si fuera correcto, este dogma es de una inmoralidad insalvable, pues se basa en la premisa de que los ultrarricos deben henchirse hasta que sus fortunas sean tan inconmensurables que se derramen hacia los escalones inferiores de la pirámide social.

Sin embargo, décadas de neoliberalismo han probado que la trickle-down economics no sólo es inadmisible desde un punto de vista ético, sino que para colmo resulta absolutamente falsa: en ningún lugar del mundo la oligarquía ha empleado los recursos sustraídos al Estado para propiciar círculos virtuosos de inversión, crecimiento y prosperidad general, sino que los ha desviado a paraísos fiscales, los ha dedicado a la especulación financiera salvaje (responsable de las peores crisis del presente siglo), y ha inventado formas cada vez más absurdas de consumo suntuario.

El capital que supuestamente detonaría inversiones productivas se gasta en yates de 500 millones de euros, bisteces bañados en oro, joyería para mascotas, automóviles de 6 millones de pesos, hoteles donde la estancia por una noche cuesta más de lo que un profesionista mexicano gana en un año.

También, como exhibió el caso de Jeffrey Epstein, en crear redes internacionales de explotación sexual de menores: islas y jets privados fueron puestos al servicio de poderosos personajes de la política, los negocios y el medio del espectáculo, quienes participaban en las orgías del millonario y, a cambio, le daban un blindaje mediático y jurídico que lo mantuvo impune años después de que sus crímenes salieran a la luz.

Los hechos han demostrado que, en ausencia de impuestos a la riqueza y a la especulación bursátil, los ricos no tienen motivos para invertir en beneficio de la sociedad, ya que pueden mantener y multiplicar sus fortunas mediante operaciones financieras que ni crean empleos ni producen bien alguno. Criticar esta situación no es un asunto de resentimiento o de animadversión hacia los ultrarricos, sino una necesidad para acabar con la pobreza y crear sociedades donde los derechos humanos a la alimentación adecuada, la educación, la vivienda digna, la salud, la cultura y el esparcimiento cobren una vigencia efectiva más allá del papel. En este sentido, los estudios económicos señalan que la excesiva concentración de la riqueza es un obstáculo al crecimiento, ya que propicia el estancamiento y atesoramiento del capital, impidiendo su circulación.

La realidad es indiscutible: los países con mayores índices de desarrollo, con menor desigualdad y con mejor respeto a los derechos sociales son aquellos en los que se cobran altos impuestos a los sectores más pudientes, y donde el estado garantiza un piso de bienestar a los ciudadanos. A condición de que se aplique con transparencia y honestidad, la tributación es la única vía probada para elevar el nivel de vida de las mayorías, propiciar un uso racional de los recursos y poner en marcha procesos de desarrollo sostenible. 

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