El último lector | Heidegger: lección de Beckenbauer
Desde la austera cabaña de Selva Negra, lugar de acogida y aislamiento del filósofo alemán Martin Heidegger (1889-1976), todavía podemos observar caminos y valles, laderas y cumbres, más apropiados al senderismo de montaña que para estabilizar, como luna a la filosofía, un balón de fútbol.
Construida con sus propias manos —regalo, en 1922, de su esposa Elfride—, Heidegger solía abandonar, en décadas venideras, la “Casa del Pensamiento” —lugar donde surgieron los apuntes de “Ser y tiempo” y otros documentos importantes, del todo maravillosos— y dirigirse de Todtnauberg a Friburgo o a Messkirch (lugar de su nacimiento), poblaciones cercanas donde la tecnología al uso se materializaba en la cotidianidad del televisor.
Martin Heidegger, un nadador y esquiador reconocido, guardó siempre para sí un afable recuerdo de infancia: su pasión por el fútbol.
En el bello y revelador libro “Encuentros y diálogos con Martin Heidegger, 1929-1976” (Katz Editores, 2007), Heinrich Wiegand Petzet —historiador y periodista, antiguo alumno suyo— narra la ocasión que el Maestro le envió una postal para la Navidad de 1952: “Muestra una parte al noroeste del castillo donde solía andar mucho de niño”, escribe el autor de “Carta sobre el humanismo”. «¿Se trataba acaso del improvisado campo de fútbol de la “Juventud” de Messkirch, en la que el pequeño Martin jugaba como “ala izquierda”?», interroga el asombro de Petzet.
¿Entonces, televisión para qué? Para ver partidos de balompié, desde luego.
El mismo Petzet cuenta la ocasión, en los años 60, en la Heidegger le preguntó si los caseros de su vivienda en Friburgo tenían TV y, en caso afirmativo, si podía ver con ellos un partido importante (HSV vs. Barcelona, que se diputaría en Bruselas): “Mi casero, no menos sorprendido, accedió con mucho gusto. La tarde señalada Heidegger llegó y sin timidez ocupó su sitio en el pequeño círculo familiar”, despidiendo al intermediario con el siguiente argumento: “Bueno, Petzet, váyase a su departamento a trabajar, que de fútbol no entiende nada”.
La observación se extiende sobre las páginas de “Encuentros y diálogos…” como un maravilloso pase de Franz Beckenbauer (de esos que ya no veremos más, porque al “Kaiser” se le ha dado por morir): “El director del teatro de Friburgo, Hans-Reinhard Muller, me relató que cierta vez viajando en tren desde Karlsrhe hasta Friburgo, había encontrado Heidegger, que regresaba de una sesión de la Academia en Heidelberg, y se había presentado con él. Con la esperanza de entablar diálogo sobre literatura y teatro, había intentado captar la atención de Heidegger, hablando de su propia actividad en Friburgo; pero fue en vano (no tenía modo de saber que a Heidegger el teatro le era indiferente). En cambio, Heidegger le preguntó si también tenía contacto con la televisión; para explicar su pregunta, aclaró que lo único que le importaba de esa tecnología moderna eran las transmisiones de fútbol, en particular las de partidos internacionales”.
Pero la cosa no quedó ahí: “He de comentarle —insistió el autor de “Qué es la filosofía”— la admiración que tengo por el futbolista Franz Beckenbauer”.
Wiegand Petzet agrega que Heidegger “hizo una apasionada descripción de su juego, manifestando cuánto lo fascinaban la táctica y el manejo de la pelota del jugador, y ante la estupefacción de su interlocutor, llegó incluso a ensayar una demostración efectiva de tales sutilezas…”
Ahora que Franz Beckenbauer (1945-2024) ya no está más en el “terreno”, releo la memoria como espectador en el tiempo —sobre todo, aquella final de Copa Mundial de 1974 contra la “Naranja Mecánica” (Países Bajos), en la cual Alemania salió triunfante— y observo que la admiración irrestricta del Mago de Messkirch se justifica en pleno: “La invulnerabilidad genial de Beckenbauer”, esa destreza de eludir jugadores contrarios y realizar lances concisos, falsamente rigurosos, de una exactitud misteriosa —imposibles matemáticamente y poéticamente realizados—, que si uno anula el volumen de la algarabía en la TV y pone a Ludwig van Beethoven a dirigir los pases del número 5, ¡obtenemos la maravillosa Décima Sinfonía del Genio de Boom!
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