Guerra, medios y censura / La Jornada
La determinación de las empresas internéticas Meta (que engloba a las redes sociales Facebook, Instagram y WhatsApp) y Alphabet (propietaria de las plataformas Google y Youtube) de bloquear o restringir los contenidos de los medios rusos Sputnik y RT en el contexto de la incursión militar de Rusia en Ucrania, marca un nefasto precedente en materia de libertad de expresión y derecho a la información.
Meta argumentó que la empresa recibió «peticiones de varios gobiernos y de la Unión Europea para que tomemos nuevas medidas en relación con los medios de comunicación controlados por el Estado ruso» para eliminar el acceso a los referidos en ese conglomerado de países.
En tanto, Alphabet decidió restringir el acceso de Sputnik y RT a sus sistemas de publicidad, con lo cual no sólo impide la monetización de ambos sino que limita severamente su presencia en el buscador Google y en la plataforma de correo electrónico Gmail.
La red social china TikTok se sumó a la medida y excluyó ambos medios rusos de sus contenidos disponibles en Europa.
En momentos de conflicto bélico, cuando se multiplican la desinformación y las simples mentiras mediáticas disfrazadas de noticias (fake news), resulta especialmente relevante que las audiencias puedan contrastar versiones diversas e incluso contrapuestas y decidir por sí mismas dónde está la verdad de lo que ocurre.
El argumento de que los medios informativos censurados son vehículos de «propaganda rusa» es tan pueril como faccioso: por un lado resulta imposible establecer con plena certeza qué es información y qué es propaganda en los canales informativos de países beligerantes y, por el otro, hay instituciones informativas parcial o totalmente financiadas por gobiernos que apoyan a Ucrania en el presente conflicto –es el caso de la BBC británica, la DW alemana y la VOA estadunidense, por ejemplo– y, si se aplicara la misma lógica que a sus contrapartes rusas, tendrían que ser sometidas también a la censura parcial o total.
Es pertinente recordar, por otra parte, que los afanes de descalificar a los medios rusos como instrumentos de propaganda vienen de tiempo atrás, en concordancia con una creciente campaña antirrusa orientada a convencer a los públicos occidentales de que el gobierno de Moscú interfiere en procesos electorales (como se dijo del de Estados Unidos de 2016) por medio de Internet, roba secretos tecnológicos o tolera o incluso impulsa la ciberdelincuencia.
Se trata, a fin de cuentas, de una actualización de los arquetipos del macartismo que imperó en los años más oscuros de la guerra fría y en satanizaciones anticomunistas como la caracterización de la extinta Unión Soviética como el «imperio del mal» por parte del ex presidente estadunidense Ronald Reagan (1980-1988).
Es inevitable que los bandos enfrentados en un conflicto, sobre todo cuando se trata de uno bélico, descalifiquen mutuamente a sus medios como vehículos de propaganda o desinformación, pero la decisión de censurarlos es un paso adelante en la nueva escalada de tensiones entre la Unión Europea y los países de la Unión Europea y de la Organización del Tratado del Atlántico Norte, por un lado, y de Rusia, por el otro.
Por añadidura, tal determinación no afecta tanto al gobierno que encabeza Vladimir Putin cuanto a las sociedades que se ven privadas de puntos de referencia que, propagandísticos o no, resultan indispensables para entender lo que ocurre en los escenarios bélicos de Ucrania y, en general, en este nuevo encontronazo geopolítico.