G-20: otra oportunidad perdida
La reunión de cuatro días entre los representantes de las 20 mayores economías del mundo (G-20) concluyó ayer en la ciudad india de Bambolin sin que fuera posible alcanzar un consenso sobre la reducción progresiva en la producción y uso de combustibles fósiles (petróleo, gas y carbón). De acuerdo con trascendidos y versiones no oficiales, una facción (que incluye a Arabia Saudita, Rusia, China, Sudáfrica e Indonesia) se opone al objetivo propuesto por el Grupo de los Siete (G-7, conformado por Alemania, Canadá, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Reino Unido) para triplicar en esta década la capacidad de generación de energías renovables.
Estos diferendos han propiciado un clima de animosidad y golpeteo mediático contra quienes no suscribieron una propuesta a todas luces sensata y urgente en un contexto en que el calentamiento global se ha vuelto una realidad tan peligrosa como incontrovertible. Por una parte, es cierto que China quema ingentes cantidades de carbón, el combustible fósil más contaminante, tanto en su actividad industrial como para generar energía. Asimismo, es obvio que gigantescos exportadores de gas y petróleo como Arabia Saudita y Rusia, o de carbón (Sudáfrica e Indonesia), ofrezcan resistencia a reducir una fuente de ingresos inestimable para sus economías.
Sin embargo, la narrativa que intenta centrar en dichas naciones la responsabilidad por la ausencia de consensos y avances en la lucha contra el cambio climático está teñida de una inocultable hipocresía.
En primera instancia, es tramposo establecer un objetivo general cuando China ya desplegó 40 por ciento de la capacidad eólica y 36 por ciento de la solar instalada en el mundo. Por otra parte, al concentrar la culpa en los actores mencionados, se oculta al público que la crisis climática no es el resultado de los lustros recientes, sino de la acumulación exponencial de daños ocasionados al medio ambiente a lo largo de siglos: al poner las responsabilidades en una perspectiva histórica, se comprueba que Estados Unidos ha expulsado a la atmósfera 20 por ciento de todas las emisiones de gases de efecto invernadero desde el siglo XIX. También se soslaya, por ejemplo, que, como parte de la estrategia occidental de estrangulamiento de la economía rusa, Alemania reactivó sus plantas eléctricas que operan con carbón, o que durante años Washington ha perseguido su soberanía energética impulsando de forma agresiva el fracking (fractura hidráulica), un método de extracción de hidrocarburos prohibido en gran parte del mundo por sus efectos catastróficos en la naturaleza.
Además, este discurso que vende la idea de un Occidente comprometido, pero atado de manos por agentes externos, pretende que el público ignore el verdadero origen de la emergencia climática: el modelo económico impuesto por Estados Unidos y las potencias europeas al resto de las naciones, el cual se basa en el delirante proyecto de un crecimiento económico infinito en un planeta con recursos finitos, cuya conservación depende de un delicado equilibrio que el capitalismo ha destrozado con ahínco. En este sentido, vale remarcar que la apuesta por la movilidad electrificada como panacea que resolverá todos los problemas de contaminación atmosférica es un ardid de mercadotecnia que disfraza los costos ambientales de producir automóviles privados en masa, así como la inviabilidad urbanística del transporte motorizado individual, sea cual sea su fuente de energía. De esta manera, la estafa del coche eléctrico retrasa la adopción de soluciones reales, como el transporte colectivo de alta calidad y bajas o nulas emisiones.
Mientras cada bando defiende sus conveniencias particulares y el discurso hegemónico en Occidente demoniza a rivales geopolíticos como China y Rusia, la especie humana avanza impotente y, en muchos casos inconsciente, en la senda de la autodestrucción por la falta de voluntad de los poderosos para mirar más allá de sus intereses inmediatos.