Francisco I. Madero y las reglas de la guerra
Una de las imágenes inolvidables de la Revolución Mexicana trata de la versión propia que el país tiene del famoso cuadro de Goya que muestra el fusilamiento de prisioneros como uno de los aspectos más sangrientos de las guerras en general. Esta imagen ha sido continuamente reforzada en la mente popular de los mexicanos y mexicanas por los numerosos filmes cinematográficos sobre la Revolución (tanto en el cine mexicano como en las llamadas películas hollywoodenses) así como en relatos como “La fiesta de las balas”, del escritor Martín Luis Guzmán, que describe, en términos bastante gráficos y llamativos, el fusilamiento efectuado personalmente por el general villista Rodolfo Fierro de decenas de soldados federales tomados cautivos por los Constitucionalistas.
A inicios de la Revolución de 1910, el gobierno del presidente Porfirio Díaz mantuvo la actitud de que cada persona que tomara las armas en contra del gobierno en el poder debería ser considerado una amenaza para la estabilidad política del país y un perturbador del orden establecido. Esta política oficial estuvo fundamentada en la llamada “Ley contra conspiradores” proclamada por Benito Juárez el 25 de enero de 1862, que castigaba con el fusilamiento a todas las personas consideradas culpables de ser traidores a la causa liberal y a la patria. Madero, quien encabezaba la revuelta antirreeleccionista contra el régimen de Díaz, intentó implementar una política por medio de la cual las fuerzas levantadas en armas mantendrían un respeto para las llamadas “reglas de la guerra”, es decir, un seguimiento de los reglamentos de conducto establecidos por los Convenios de La Haya de 1899 y 1907. El artículo octavo del Plan de San Luis, publicado en San Antonio, Texas, a principios de noviembre de 1910 (pero que estuvo fechado el 5 de octubre para evitar problemas con la neutralidad estadounidense), estipulaba, entre otras cosas, que “las leyes de la guerra serían escrupulosamente observadas, llamándose especialmente la atención sobre las prohibiciones contra el uso de balas expansivas y el fusilamiento de prisioneros.”
Esta declaración inicial de Madero fue respaldada en febrero de 1911 en un documento más extenso y formal elaborado por Federico González Garza, uno de sus seguidores más íntimos, titulado “Introducción al extracto de los principios fundamentales que según el derecho internacional norman la guerra”, que fue posteriormente publicado en el volumen de remembranzas del autor La Revolución Mexicana: mi contribución político-literaria (México: A. del Bosque, 1936). En dicho documento, González Garza hizo notar que, además de hacer hincapié en el deseo de Madero y los demás jefes maderistas de hacer la guerra de una manera “civilizada”, era también importante por razones políticas dado que, para que los antirreeleccionistas pudieran ser reconocidos como beligerantes por los Estados Unidos y otros países, tendrían que “demostrar también que poseían un ejército que supiera respetar las leyes ordinarias de la guerra y que estuviera sometido a una autoridad civil debidamente organizada y establecida dentro de los límites de la región que estuviese bajo su dominio.”
No obstante, algunos de los jefes rebeldes individuales hicieron saber públicamente de que, en caso de que los federales cometieran crímenes de guerra contra cualesquiera de los soldados y fuerzas bajo su mando, ellos a su vez llevarían a cabo represalias en contra del enemigo. De hecho, ya se había hecho referencia a esta misma consideración en el Plan de San Luis (anexos B y C). La confrontación entre estas dos ideas opuestas –la de mantener cierta conformidad con las leyes de la guerra por un lado y la posible necesidad de llevar a cabo represalias como modo de venganza o castigo contra las fuerzas enemigas— condujo a una confrontación seria el 13 de mayo de 1911, el tercer día después de la caída de Ciudad Juárez en manos de los maderistas. Ese día el general Pascual Orozco y el coronel Francisco Villa, dos de los principales jefes de las fuerzas rebeldes que habían conquistado el pueblo fronterizo, irrumpieron, junto con varios de sus hombres, al cuartel general de Madero para exigir que se ejecutara al general Juan J. Navarro, quien había estado al mando de la defensa de la guarnición federal, y a quien culparon por la matanza de varios prisioneros rebeldes en Cerro Prieto, del distrito de Guerrero, Chihuahua, en diciembre de 1910. Afortunadamente para Madero, Giuseppe Garibaldi y otros seguidores leales lograron que se colmaran las pasiones por medio de una promesa por parte de Madero de cumplir con algunas concesiones para mejorar la condición material de las tropas respectivas de los jefes sublevados.
Con el tiempo, sin embargo, y con la recrudescencia de las revueltas que surgieron en el país en los años subsecuentes (1911-1920), fue cada vez más difícil para que los ejércitos contendientes pudieran mantener un grado de control adecuado sobre el comportamiento de sus hombres y oficiales, sobre todo al tomar en cuenta el odio y rencor que ellos e incluso sus mismos comandantes en jefe, tuvieron hacia sus enemigos respectivos. Entre el millón y medio de personas que murieron en el transcurso de la lucha, un porcentaje de ellos fue el resultado del asesinato premeditado, la tortura y las diversas privaciones provocadas deliberadamente por los combatientes (hombres, mujeres, jóvenes y niños) en la lucha.