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Opinión

Encender la calefacción en verano

Por: Beñat Zaldua

Activistas en Washington piden acciones al Banco Mundial para superar el cambio climático. Foto David Brooks / La Jornada

Beñat Zaldua

Una Ley de calefacción amenaza con achicharrar al gobierno de coalición alemán a las puertas del verano. Son tiempos extraños. En Europa se viven los estíos más cálidos jamás registrados, mientras se teme como nunca el invierno. Crisis climática y crisis energética, en medio de graves aprietos civilizatorios y auge del autoritarismo. Son muchos los caminos que llevan a esta encrucijada.

En Alemania gobiernan los socialdemócratas, en coalición con los neoliberales del FDP y los Verdes, bastante neoliberales también. El país sigue siendo la locomotora económica e industrial europea, pero su motor da signos de agotamiento y, políticamente, el ascenso de la extrema derecha de la AfD produce escalofríos. Están en recesión técnica, debido en gran parte al alto precio de la energía que encarece la producción y contrae el consumo. La industria alemana juega con la idea de dar el salto a Estados Unidos, donde la energía es más barata. Sería el colofón al estúpido y seguidista ardor guerrero con que Europa se ha lanzado a la escalada bélica provocada por la criminal invasión rusa de Ucrania. La falta de iniciativa propia es tal que nada se mueve ni ante las cada vez mayores evidencias de que podrían haber sido los propios aliados ucranios, con el conocimiento de los servicios de inteligencia estadunidenses –según las últimas revelaciones del Washington Post–, quienes sabotearon y destruyeron los gasoductos Nord Stream, por los que circulaba el gas ruso directo al pulmón industrial alemán.

Clima, energía, guerra y neofascismo tienen vasos comunicantes.

Hay una versión de la transición energética necesaria para luchar contra el cambio climático que encaja muy bien con la imperiosa necesidad de reducir la dependencia de energías fósiles cada vez más caras y difíciles de obtener, lo que a su vez, resulta imprescindible para aislar a Rusia.

Sobre el papel, el plan es perfecto. Sin modificar nada en lo fundamental del modelo económico, cambiar la energía de origen fósil por renovables permite luchar contra el cambio climático, rebajar la factura energética y reducir la dependencia hacia el enemigo público número uno. ¿Qué puede salir mal?

Se lo pueden preguntar a Robert Habeck, ministro alemán de economía y clima, al que se le está atragantando la que se conoce como Ley de la calefacción, que prevé prohibir la instalación de nuevos sistemas de calefacción de gas, petróleo y carbón a partir del año que viene. El pánico ha cundido entre los propietarios, porque las bombas de calor y otros sistemas que funcionan con energía renovable son muchísimo más caros. Una incertidumbre y un posible gasto más en un clima general de inseguridad, incerteza y carestía de la vida. Las cesiones del gobierno, que ha flexibilizado algunos puntos, no han calmado la tormenta.

La ley alemana incurre en varios errores, el más grave de los cuales es querer hacer la transición energética sin contar con la gente. Cambiar cada una de las calderas individuales existentes en un país europeo por su versión renovable supone un desembolso de millones de euros de los hogares, que ya están pagando el precio de la inflación en la factura energética y≠ en la compra diaria. Implica, además, un desarrollo industrial que lleva aparejado un consumo energético enorme y poco ecológico. Beneficia al capital privado, haciendo de la transición energética la nueva gallina de los huevos de oro, y escondiendo en el armario opciones mucho más democráticas y ecológicas como las calefacciones comunitarias y el district heating.

Además, alimenta la falsa idea de que es posible una simple sustitución de la energía de origen fósil por la renovable, una idea peligrosa que hay que empeñarse en desterrar. Cuanto más se insista en ella, mayor será el desastre que vendrá. La izquierda, en especial en Europa, necesita trabajar otros marcos que bajen el crecimiento económico del PIB del pedestal y reformulen lo que entendemos por una buena vida. Una vida suficiente. Porque cuando se compruebe que no es posible mantener el sistema económico que conocemos con energías renovables –Alemania está en ello–, los conservadores y socialdemócratas podrán caer, pero los réditos no serán para la izquierda. Y la factura no la pagarán los ricos.

Esta realidad impactará en un momento social algunos de cuyos males radiografío Vicente Madoz, psiquiatra navarro ya retirado, en una reciente entrevista: «No hay más patologías que antes, lo que hay es gente asustada, no preparada, que se ve con un mundo en el que no sabe qué hacer y que arremete pegándole una patada al otro, gritándole, montando cirios, pero desde su incapacidad». En ese miedo y en esa incertidumbre se cuece, a fuego lento, el auge de la extrema derecha. La AfD alemana creció hasta cierto límite azuzando el miedo a los refugiados. Pero los migrantes han desaparecido de la primera fila. La extrema derecha ha encontrado otro filón que rompe su techo: el miedo de la gente al agravamiento de un deterioro económico que ya siente en su vida diaria. El año que viene se celebran elecciones en casi toda Alemania del Este.

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