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Opinión

En la frontera

Por: Fabiola Lizette Mancilla Castillo*

El caminar de Cristina ha sido como el de tantas mujeres indígenas de la Montaña: marcado por la impunidad y corrupción. Donde la justicia generalmente es para los que pueden pagarla. Cristina lo aprendió a corta edad. A los 14 años su padre decidió venderla. Ella es una mujer del pueblo ñuu savi, originaria de la comunidad de Cuba Libre en Xalpatláhuac. Allí conoció a Macrino, del mismo pueblo pero ocho años mayor. Unos cuantos cartones de cerveza, una res y dinero fue el pago que la familia de Macrino dio por Cristina. Ella no entendió lo que sucedía, pues su edad y su inocencia fueron los dos factores que con­tribuyeron para perpetrar esta barbarie. Su destino estaba marcado, pues a los pocos días de casados la familia de su esposo decidió que tanto ella como Macrino migraran a Estados Unidos. Allá podrían juntan dinero y pagar la deuda que la familia de Macrino había adquirido cuando compró a Cristina. Sin mayor objeción la pareja aceptó la decisión. Cruzaron la frontera como muchos otros, después de varios días llegaron a Tennessee ahí comenzarían una nueva vida.

A los pocos meses Cristina dio a luz a su primer hijo, John; al año siguiente nació Tyler. Por consejos de las hermanas de Macrino, Cristina decidió registrar a los menores sólo con su apellido. Los años pasaron, durante todo su matrimonio Cristina vivió violencia, además de encargarse de las labores domésticas, todas las noches Macrino la golpeaba. Ella se enteró de que también le era infiel. La familia de Macrino para evitar que la situación se saliera de control y que Cristina denunciara a su esposo, les sugirieron a la pareja que era mejor que se fueran un tiempo a México. Las mujeres de la Montaña de Guerrero, en muchas de las ocasiones al casarse son tratadas como «propiedad de la familia de su esposo». Ellas no deciden y son obligadas aceptar las órdenes que les imponen. Cristina, sin mayor reparo, aceptó la orden.

Cristina junto con Macrino regresó a Guerrero; sus hijos esperaron en Estados Unidos, bajo el cuidado de sus cuñadas. Argumentaron que los menores necesitaban continuar la escuela. Las cuñadas aseguraron que los cuidarían como si fueran sus hijos. La violencia contra Cristina continuó; era la única vida que conocía. Además de atender a la familia de Macrino en todo lo que pidiera, su pareja seguía golpeándola. Cristina se enteró de que pronto sería madre por tercera vez. Nació Angélica, su hija. Macrino decidió que regresar a Estados Unidos, pero esta vez sin Cristina. Antes de irse, con engaños Macrino la llevó a la notaría para que firmara unos documentos y poder representar a sus hijos. Cristina nunca fue a la escuela, mucho menos aprendió a leer o a escribir, por lo que no supo lo que había firmado. Ella sólo obedecía a Macrino, pues le aseguraba que le daría una mejor vida a sus hijos.

Macrino regresó a Estados Unidos. Pasó el tiempo y Cristina se quedó en la casa de la familia de esposo. Ellos la trataban como empleada y no como su nuera. Limpiaba, lavaba y cuidaba a los animales, sus jornadas de trabajo comenzaban muy temprano y terminaban al meterse el sol. En su cabeza sólo estaba esperar a que su esposo regresara, para que la familia estuviera junta. Los rumores no se hicieron esperar, las personas del pueblo decían que Macrino tenía una nueva novia en Estados Unidos. Cristina no lo podía creer. Pensó que era mentira, pero cuando intentaba hablar con su esposo y aclarar la situación, él no respondía. Las hermanas de Macrino le decían por teléfono que ellas no sabían nada, pero le aconsejaban que lo mejor era olvidarse de él. Cuando Cristina les preguntó sobre sus hijos, ellas le dijeron estaban mejor allá, que los dejara en paz, pues, según ellas, con su hija le bastaba.

Cristina se negó aceptarlo, por primera vez pidió ayuda a su familia. Habló con Catalina, su hermana que migró a Nueva York, hacía varios años. Catalina pidió apoyo a organizaciones en Estados Unidos. Le aconsejaron que Cristina fuera a la frontera y solicitara ayuda a las autoridades de Estados Unidos. Decidida, viajó dos días en camión desde la Montaña hasta Tijuana. El miedo hacia Macrino le hizo pensar que todo era un error y que se metería en problemas. El sentimiento la paralizó y no pudo salir ni de la terminal de autobuses y se regresó.

Una tarde recibió una llamada de Macrino diciéndole que lo olvidara, pues él ya no la quería y que era muy feliz con su nueva pareja. Lo que más le dolió a Cristina fue saber que sus hijos ni siquiera la extrañaban, pues les habían hecho creer que ella los había abandonado. Ahí se dio cuenta de que vivió engañada y que obligarla a regresar a México sólo fue para deshacerse de ella. Después de caer en una profunda tristeza que no la dejaba levantarse, decidió que tenía que ir por sus hijos, pues nadie más pelearía por ella. Tomó a su pequeña y emprendió el viaje de más de dos días de camino. Llegó a la frontera, buscó apoyo con organizaciones en Tijuana. Gracias a las terapias que llevó en el albergue donde se encontraba se dio cuenta de que nunca fue cobarde, pues ella tiene un trauma por vivir bajo mucha violencia. Dejó de culparse por sus errores, entendió que el miedo la hizo actuar de esa manera. Se perdonó. Ella continúo buscando el permiso para entrar a Estados Unidos y luchar por sus hijos, pues es la única manera de recuperarlos. El anhelado cruce llegó. Una tarde de noviembre, Cristina junto con su hija se entregaron a las autoridades estadunidense. Lo que sigue no es fácil, pues ahora necesita recuperar a sus dos hijos y hacer que Macrino enfrente a la justicia.

* Integrante del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan

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