El último lector / ¡WOOF-WOOF!: De cómo ‘Lassie’ nos enseñó a pensar
Sucedió en la televisión, en plena Guerra Fría —a la vez que se hacía rodar el interior de la cabeza de John F. Kennedy—, en la vieja programación de los años 60, aquella que sentaba en su butaca a la generación Beat, habano de Cuba en mano y boina negra francesa —Gregory Corso, Allen Ginsberg, Jack Kerouac, por nombrar sólo una triada vanidosa y trashumante de los elementos más prominentes de la cuadra del existencialismo de la costa Este, que sentaría las bases del hippismo californiano—, para que disfrutara de un mundo pro Disney, Walter Lantz o Hanna & Barbera, mucho antes que los atisbos alucinatorios del nuevo Murakami —porque se debe saber que Japón poseía ya en ese tiempo de reconstrucción nacional un Murakami (Ryunosuke) tan versátil y profundo como el actual, Haruki, y que, permítanme aclarar (para aquellos que practican la rapidez y no la precisión), no es el beisbolista (Masanori) ni el afamado pintor Murakami (Takashi)—, acarreados por una morena y porruda rata Mickey o un Don Gato muy empresarialmente feliz.
No era el clásico “Batman”, tan elemental como una cenicero de vidrio o una lámpara de mesa, no se trataba de “Bonanza”, de “El gran chaparral”, “Gene Autry”, “Los locos Adams” o el “Avispón verde”, tampoco me refiero al “Llanero solitario”, jinete engreído que llamaba “tonto” a su compañero y que el doblez desleal nos hacía escuchar “Toro” (y que nunca tomó en cuenta que la palabra compañero significa aquel que comparte el pan en el camino), sino de una canina hermosa, señorial y sensible, amante del paisaje bucólico norteamericano y la poesía campirana de Yellow Stone, de comprensiva mirada rebosante —así la querían, quejona y lastimera, debido a que el guionista se atiborraba del más oscuro vino amable y lecturas de Whitman, Thoreou y Camus— y de nombre más que sublime: “Lassie”, mi animaleja leal, ¡la maravillosa, la auténtica, la única!
La perra “Lassie”, que algunos la recordarán en sus grandes aventuras humanas, fue tan buena como la mejor exposición sentimental de un Louis Althusser altivo y mimoso por la suavidad de los crepúsculos estructurales.
Así como la perra “Lassie” nos hacía entender el agobio del mal a partir de gemidos, por las tardes el pensador argelino-francés se dejaba seducir por la luz que, desde la ventana de marco blanco y cortinas floreadas, caía de lleno sobre sus amplios libreros, y sentado en el sillón verde, con la pipa floja en la comisura de los labios y los ojos un poco estremecidos por las teorías sociales, muy habitual cuando la filosofía viene después de la ciencia o viceversa, prendía la reflexión y, en su más cariñoso devenir, nos ofrecía galletitas con almendras de múltiples interpretaciones dialécticas, llenas de fulgor real, remanente de aquel cristianismo empirista que practicó en sus años de juventud.
“Lassie” hacía lo mismo, pero su impronta surgía del corazón resplandeciente de la pantalla televisiva, luminiscencia en blanco y negro que inundaba nuestra sala de ternura necesaria y esperanza mutua, de buenos deseos y amabilidad moral.
La profesora Haydee Silva, vecina de la infancia, así como poseía incólumes los tres tomos de “El Capital”, del maestro Carlos Marx, tenía sus tres pastores escoceses (collies) en la vastedad sonora y emotiva de su jardín, rico en la floresta más abstracta de la época y pletórico de los cantos enjaulados más rencorosos del recuerdo, donde pastoreaban a los transeúntes en un ir y venir a lo largo de sus propias rejas.
Con lo anterior quiero decir que, así como quien asoma la canilla y siente el frío, había motivos cotidianos (bastaba con escuchar un ladrido) para reparar en “Lassie” y reflexionar por qué su relevante estelar televisivo nos enseñó a pensar…
La respuesta posee la regla de la sencillez sin escapar a la abismal profundidad de lo admirable: los ojos de todos los perros se parecen a la mirada del amor. Con sobrada ternura, “Lassie” nos observó detrás del cristal y, los de entonces, que no hemos dejado de ser los mismos, confiamos en un mundo que resolvería siempre todos sus problemas y nos arroparía en lo ineluctable de un amor socialista, polifónico, material, infantil y eterno.
Pero el “muro” (de Berlín) se vino abajo… y, ladrido tras ladrido, cayó la despeluzada realidad sobre nosotros: ¡Woof-woof!
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