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Opinión

El último lector | Tarkovsky: En el templo sideral del ojo 

Por: Rael Salvador

Lo que se dirige a uno mismo se dirige hacia los demás.

Por ello, todo a alrededor de un artista —como peligro evidente— corre el riesgo de la belleza o la trascendencia.

Elección y sentido —continuados por ejecución y realización—, son implacables consecuencias de una misteriosa lógica espiritual, ya se trate de finos trazos de chamanes o burdos garabatos de niños.

La cultura ritual, gestada desde las cuevas del paleolítico —debido a estados alterados de conciencia (ya documentados)—, ofrece amplia muestra de lo sagrado: un lenguaje que estructura el pensamiento (o viceversa), ante diversos símbolos de hechura y confección humana que lo orientan —que, testificados por la “conciencia”, damos a llamar idiomas o, sus derivados, dialectos— y que no otra cosa sino parte esencial de la arquitectura cerebral cognitiva universal (muescas, puntos, óvalos, espirales, manos y grafías que se repiten en todas las culturas, ya se trate de riscos o cavernas, de Atapuerca o Lascaux, de aborígenes de Amazonia o Australia), que desde poco más de dos y medio millones de años abarcan una importarte parcela de tiempo y espacio, nuestra reveladora Edad de Piedra.

Al leer “El origen del mundo”, del escritor francés Pierre Michon, la belleza sobrenatural se hizo patente cuando, ya entrado en páginas, los personajes entran a la caverna —esperando encontrar a los bisontes, a los osos, a los corceles, a los lobos, etc.— para que los ojos ebrios vaguen por las apariencias de lo sagrado, porque ante las antorchas del presente, ¡no hay absolutamente nada!

Lo que se alumbra ante ellos es el lienzo en blanco de la calcita, como antes apareció a los sacerdotes al penetrar la interioridad virgen de la piedra con la llama y el carbón vegetal humedecido en orines (la verdad yace en el fondo de un estanque muy fangoso, advertía Aldous Huxley).

Ante sus sentidos —y los nuestros—, sumados al recogimiento de la sorpresa absoluta, la cúpula de la antigua noche antropológica tiene que ser reimaginada.

En el caso de Andrei Tarkovsky (1932-1986), la candela que nos ilumina no es diferente: la voz poética de la lámpara, fondeada por la música de Bach y el sentimiento cósmico de un alfabeto griego o cirílico, o lo que es ya sobradamente divino: la trinidad icónica de Andréi Rubliov.

¿Cómo dejar de lado una imagen como la siguiente?

Cetrino es el ocaso, y la Luna —yegua de nieve, copo estático— corona la campiña sobre el hogar. En un posesivo cálido, ella resguarda ternura entre sus manos de niña. ¿Quién? Miran y muda la comunicación. Oímos entonces el suave delirio del instante que se derrama en picada: árboles en fuga, blanquecinas las prendas, dorado el centro y un casi todo de plata verde. En el nacimiento nocturno de los herbazales, la niebla da de beber sueño a las estrellas y así el sonámbulo frescor emana como “Nostalghia”.

Cuando la inquietud de Andrei Tarkovsky pinta, los damascos florecen y la trama se torna sagrada como la luz: todo lo que dibuja se hace consciencia en el templo sideral del ojo. De ahí que, en su visión —que es más su misión—, la pintura cinética —esa incesante imagen que, en la cinematografía, le da a veces por escapar de lo continuo— recupere de la naturaleza la sencillez misteriosa de la forma y, en un áureo estallido inmóvil, disemine su bello vórtice de meditación y paganismo.

Sacrificios a los dioses, fruto de metas rituales, finalidades transmutadas a inmortalidad.

raelart@hotmail.com


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