El último lector | RIMBAUDELAIRE
He leído, con delectación y provecho, algunos libros de Guido Ceronetti: “El silencio del cuerpo”, “El cantar de los cantares”, “Los pensamientos del té”, “El monóculo melancólico”, “La linterna del filósofo”, y el depósito de entusiasmo que he puesto en el brusco amarre de sus palabras está rindiendo intereses satisfactorios.
En el feroz encanto de su dulzura, Ceronetti es un titiritero del demonio: mueve los hilos de sus enunciaciones como un cirujano del placer aplica su pulso ahí donde la carne y el alma unen sus costuras con hilos de ensueño…
“El hombre bebe té porque le angustia el hombre”, nos ha dejado por escrito el manipulador del alma de Italia, para rematar con el siguiente hachazo: “El té bebe al hombre, la hierba más amarga”.
¿Qué tanto hay de Baudelaire y Rimbaud —de la sombra de Nietzsche, podría agregar— en el legado intelectual y sensible de Ceronetti? Desde lo mejor de nadie a lo peor de ninguno, nada y todo: la agudeza de las profundidades, de la sima a la cima y viceversa: mareo, asco, caída al cielo, receso en los avernos, flagelo de lucidez…
Poeta, periodista, escritor, ensayista, filósofo, filólogo, titiritero desintoxicante, director teatral… Un hombre de 91 años, cocinado en el malestar humano, rehecho en la esencia de los libros y en razonamientos que proclaman asombro y curiosidad; viejo vampiro (como le gustaba autonombrarse), crítico hasta los calcinantes tuétanos del infierno, bufón, candidato al Nobel, mordaz como un daimon encantador, avergonzado de sí mismo como un ser humano; traductor de obras en latín y griego, profeta y vegetariano, muestra horror por la matanza de los animales…
«La expresión se atenúa, se ha dado con la verdad —refiere el autor de “La linterna del filósofo”—. En Causerie, verso 8, Baudelaire puso la primera vez: “Corazón ya no tengo; se lo comieron los monstruos” (multiplicación de Jeanne en un gran número de mujeres-vampiro). No se trataba de verdaderos monstruos, sino de una cerda humana, ella también desesperada en sus vulgaridad y necedad (desgracia, también de una convivencia anómala, que estaba muy por encima de sus posibilidades de comprensión). El hemistiquio definitivo hará justicia: les bêtes l’ont mangé. Los monstruos retornan a la sombra, les bêtes son bestezuelas, devoradoras de cadáveres, ratas, hormigas, pacíficas hienas, bacterias, agresores normales de un cuerpo muerto, indefenso, abandonado; del corazón allí abandonado, ya sea buhardilla o campiña, estos barrenderos no han dejado nada (Ne cherchez plus mon cœur)»
«En voz baja, ahora conversa con cada uno de nosotros», escribe André Gide en su introducción a “Les Fleurs du mal” de 1917, como si la cita fuera para ahora. Mas, en este instante, recurro a “La Folie Baudelaire”, de Roberto Calasso, porque sus letras susurran la ventisca de lo siguiente: “Para quien está rodeado y como atormentado por la desolación y el agotamiento, es difícil encontrar algo mejor que una página de Baudelaire”, eco sublime en el fantasmagórico tensor de hilos, el mismo Guido.
Hay algo sumamente íntimo en Rimbaud y en Baudelaire —de la sombra de Nietzsche, insisto–, como más tarde se evidencia en Ceronetti, y quizá sea el sacerdocio de un estilo brutal que los instala en las coordenadas brillantes de la mala suerte y la belleza.
Un libro y un espectáculo de títeres (más una evocación, un conjunto de sugerencias) sobre la figura de Monsieur Rimbaud le precede, donde trata la arqueología de nuestras imperfecciones. Cuando le da por resucitar juguetonamente al joven demonio legendario, Ceronetti muere (septiembre de 2018), mas dicha pureza establece que “el alma en descomposición es peor que la carne”.
Emil Cioran, otro tesoro de la familia, ha referido del nacido en Turín: “No es posible leer la obra de Ceronetti sin preguntarnos constantemente quién es el admirable monstruo que la ha concebido”.
Torturador: nos arranca las uñas, no los sueños.
Cavar con las palabras, hasta el infinito, un imperativo.
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