El último lector | ¿Qué pasa por la cabeza de ese hombre?
¿Qué pasa por la cabeza de ese hombre? A vuelo de pájaro, una bala ya demostró —al “pasar” de largo— su falta de rigor milimétrico.
¿Habría que probar ahora con un disparo ético?
Sí, pero una detonación que venga hacia nosotros, con su fuego vivo y su golpe seco. Y no andar con rozones de oído —como novios rancios—, impulsando razones de odio, similar a viejos descabezados.
Algo que sobrevuele el horizonte moral y nos comprometa —juntos: de uno en cuatro, de cuatro en ochocientos mil…— a elaborar un mundo mejor y, en la posibilidad de su realidad —siempre utópica—, dejarlo al alcance de otras consciencias, principalmente de generaciones venideras: la de los hijos y los hijos de esos padres…
De ahí la confesión griega del escritor Niko Kazantzakis: “Nuevas generaciones marchan sobre los cadáveres de los padres, prosiguen la obra por encima del abismo, se esfuerzan por domesticar ese misterio salvaje, arando un campo, besando a una mujer, estudiando una piedra, un animal o una idea”.
Sí, la de esos seres —sin importar, color, raza, clase, posición, religión o sexo— que mantienen el maravilloso poder de ser sensibles a la libertad disruptiva de todo aprendizaje; al pensamiento que rinde honor y valor a la existencia; a la franqueza de la acción autosuficiente, solidaria y categórica; a la autodeterminación de un giro imperativo —en amplitud y largo alcance— de paz, convivencia y riqueza intercultural.
Inclusión sin barreras, me gustaría sugerir.
Un mundo mejor no es —como se nos quiere hacer ver— un mundo menos peor: donde cabe el maleficio de lo perverso, lo cruel y lo inhumano, valdría más un mundo nuevo, de vocación humanitaria: corregido en virtud de la experiencia, ungido por la grandeza del propio asombro, enmendado, compartido y aumentado, sin lugar a duda, por la noble fortaleza del arte.
Un mundo que, como una sinfonía cósmica —en su naturaleza y complejidad— se erigiese en el incuestionable tesoro estelar de lo espiritual y carnal.
Uno no nace humano, se convierte en humano, parafraseando a la pensadora existencialista Simone de Beauvoir.
Por todo ello, la belleza moral de ciertas negaciones. La influencia benéfica de un auténtico, fundamental y profundo pensamiento ateológico: la irresponsabilidad de ser uno mismo, porque el amor nos hizo en la eterna fidelidad de ser hijos de otros hijos…
No faltemos a la “realidad”, para todos pasajera, alegando —en el “tiro” que pasó de largo— inmortalidad beatífica: “Estoy aquí por la gracia de Dios Todopoderoso”.
Lo anterior, declarado por el presidente estadounidense Donald Trump, evocando a su particular Armero del Cielo —quien, en todo caso, le permite ver la muerte desde el taburete de la venta de armas (17.900 millones de dólares recabados por “ayuda” militar a Israel, desde el 7 de octubre de 2023)—, eleva el fallo del resentimiento a categoría de intervención divina.
Una hiriente vulgaridad para el alma y el razonamiento.
Advierte el profesor André Compte-Sponville que la “lucidez y la exigencia están unidas, del mismo modo que la bajeza y la ceguera”.
Ya no está en pie el árbol que planté, se ha convertido ahora en la hoja donde escribo lo siguiente: “El hijo que nunca tuve, que nunca muera en ti”, porque le corresponde impedir que el mundo —en el que tanto amamos y contribuimos a sus insuficiencias— se autodestruya.
raelart@hotmail.com