El último lector | Polvo de sueños la memoria
Si respirar es llenarse los pulmones de historia, leer significa ver el mundo con los ojos de los muertos.
En cada aspiración nos llevamos a nuestro interior un poco de átomos del bigote de Shakespeare, un poco de la selecta piel atomizada de Helena, un poco de átomos del privilegiado párpado de Borges.
Así la ciencia se mezcla con la literatura, la biología con la astrofísica, lo absurdo de una posibilidad con el avance tecnológico, el cuento que no creemos con la constatación de la física cuántica o la teoría de las cuerdas.
¿Será por eso que los muertos gozan de tanto desprestigio?
Nos vuelven escurridizos, asustones, espantadores de bronce en los parques o en las encrucijadas y de falso oro sólido en las iglesias.
De Santo Tomás de Aquino (tomista neto, sin llamarse Ernesto) a Oscar Wilde (que escribió La importancia de llamarse Ernesto), de Goethe a José Martí, de Dante a Walt Whitman, los pájaros —en el mejor de los casos— hacen su nido en lo revoltoso de sus jóvenes cabelleras (la estatua de Pessoa se salva, pues se le dejó el sombrero).
Leer un libro es despertar la mirada en un autor.
Reconfortar el espíritu abierto con polvo de sueños añejos (en el mejor dramatismo de Calderón de la Barca) y sumar el reciclaje cósmico de todo una serie de artistas de la palabra que ya fallecieron.
¿Quién podrá negar que el bronce llaveado (hecho de llaves) de Fernando Pessoa no lleva microfibras doradas de la cabellera de Marilyn Monroe, un microtrozo de la oreja perdida de Van Gogh, un microfragmento de la etérea cintura de a Anna Pávlova?
Desparramarse, esparcirse, desfragmentarse…
Bajo las linternas de la ciencia moderna, lo anterior significa entregarse en nube atomizada al Universo (nunca fue más literal la sentencia bíblica: “…en polvo te convertirás”).
Polvo de oro: aquél que se preparó a consciencia y legó beneplácito imperial, místico, científico, aristocrático a la humanidad.
Polvo de plata: aquél que, segundón irredento, pospuso su talento en aras de una causa innoble, caprichosa, por demás necia, como los grandes pintores o arquitectos que han pisado la Tierra.
Polvo de bronce a… los testarudos literatos.
Para eso se dieron a la tarea de escribir, de hacer memoria de lo que, en primer lugar, sus ojos vieron (“Lo esencial es invisible a los ojos”, escribió Antoine De Saint-Exupéry, en “El principito”).
Si la naturaleza da de leer, la experiencia humana traduce: habla para derrotar el gruñido del hombre o su silencio (pero, atención, si nuestras palabras no pueden ser más dignas que ese silencio, más vale callarse).
Homero, ciego, observó su realidad a través de los otros sentidos y nos legó, sangre de nuestra sangre, la gesta epopéyica de la Ilíada y la aventura trashumante de Odiseo.
Polvo en los ojos… ¿Estamos ciegos nosotros de una ceguera espiritual?
Sí, pues al encontrarnos negados a la lectura, carecemos de memoria.
Cuando un hombre lee un libro, lo único que hace es leerse en otro hombre.
Es decir: cuando alguien lee un libro, lo único que logra es leerse a uno mismo. “Las cosas que le ocurren a un hombre —dirá Jorge Luis Borges, con sobrado acierto— le ocurren a todos”.
¿Cómo darse cuenta de ello?
Con el corazón, porque todo es atómicamente esencial en él (a pesar de su dureza, que al final se convertirá, según el caso, en polvo de otros lodos o en diamantina cósmica… filigrana del saber infinito).
raelart@hotmail.com