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Opinión

El último lector / La taverne de Platón: de lo que se pierden los muertos

Por: Rael Salvador

¿Encontraré una Biblia de Gutenberg? ¿La llave de algún Corán que me arrastre a sus mieles? ¿Un Talmud de apariencia formidable, roído por oraciones o el agradable bisbiseo de un violín? 

 «En un antiguo evangelio de Nubia se ha escrito: …Entonces Salomé, en una bandeja de oro, ofreció la cabeza del Precursor al joven retórico griego que desdeñaba el amor. Pero éste replicó: “Es tu cabeza, Salomé, lo que desearía”. Así habló, en broma. Y a la mañana siguiente un esclavo le trajo la rubia cabeza de la enamorada. Ahora bien, el sabio no recordaba sus palabras de ayer; mandó que se llevaran aquella cosa ensangrentada y continuó leyendo a Platón…»*

Si la belleza se rinde a las gracias de Platón, es porque el espíritu tiene pretensiones interesadas: los opiáceos de la dialéctica, humareda que ya se aspiraba en la rancia sotana de San Agustín, según la vieja meretriz que se la mamaba cuando éste pecaba en juventud — “Apartad a las prostitutas de la vida humana y llenarás el mundo de lujuria”, decía Hipona, que sabía de lo que hablaba—. Si las iglesias crecen al interior de hombre, las pueblejos se contaminan de santidad, y como si fuesen billetes, los clérigos reparten fajos de esperanza. En los umbrales de los templos, los cuerpos marginados de la carne hacen de la reflexión una trampa negativa.

En la prolongación de la palabra, encontramos el espíritu. Eso quiere decir, partida en mesa, que los 35 diálogos y 13 cartas de Platón están aquí por la dilatación del tiempo, esa gracia que se baraja en días aciagos y noches infinitas, y que planta a Sócrates de frente para que nos recuerde que la filosofía es el saber extraído de la ignorancia y no el exceso de conocimiento. 

Hija de su tiempo, la “mayéutica” griega de Sócrates es de corte oriental, como todo designio en manos de su madre —partera de profesión—, porque símbolo en sánscrito significa “dar a luz”. En el parto de los sentidos del “Tábano de Atenas”, Platón (el “místico” de espaldas anchas) encuentra la alegoría de su iluminación: escapar de la cueva, salir, ver el Sol, abandonar, nacer… 

Bufonesco, el filósofo ágrafo (por decisión) solía enfatizar sobre Platón: “Si yo sólo sé que no sé nada, qué sabiduría puede escribir ese necio muchachito de mí”. 

No sólo se nace del vientre de la madre, sino que se nace también cada vez que se toma consciencia; por eso es tan difícil antologar a los poetas chinos de la antigüedad, porque cada vez que alcanzaban la “iluminación” mudaban de nombre —porque para cada nacimiento ha de existir un nombre nuevo, no una herencia genealógica—, así como la crisálida da paso del feo gusano a la guapa mariposa (y en el devenir del tiempo revolotea en diversas acepciones griegas o latinas, como el inabarcable mapa de las estrellas o una banda de marineros borrachos intentando proferir otro idioma). 

“Aurelia”, germen de luz —¡voluta de oro!—, traducción latina que se escupe de la crisálida griega. 

Hablando de nacimientos y muchas vidas, se cometa que el gato de Confucio, ese felino enlodado de orgías, dialogaba con sobrada virtud: “No son siete, Maestro —solía murmurar—; esa es una calumnia aún no resuelta frente al caldero de las brujas: Tenemos dos vidas, la segunda comienza cuando nos damos cuenta de que sólo tenemos una”. 

Días a camello, podría decir, o noches de Minerva si me pongo romano y ontológico, a la vez que pedante—, a las que el santo de Hipona, Agustín, no se priva de echar —con el As de Dios bajo la manga— más de una mano con Cicerón, otro desvelado político de los saberes del cielo, pero en versión “descreído”.

“¡Oh! Sancte Socrate, ora pro nobis” (“San Sócrates, ruega por nosotros”, exclama Erasmo cuando se entera de estas partidas imaginarias).

Bien lo observa Alexander Kojève: “Comprendí que algo había pasado en Grecia, hace ya 25 siglos, y que ésa era la fuente y la llave de todo. Allí fue pronunciado el comienzo de la frase…”

¿Encontraré una Biblia de Gutenberg? ¿La llave de algún Corán que me arrastre a sus mieles? ¿Un Talmud de apariencia formidable, roído por oraciones o el agradable bisbiseo de un violín? —¡el maravilloso de Schumann, con su luz “Clara”, quizá!—. El silencio del latín y las arenas blancas del griego, la arquitectura flamígera, las partituras perdidas de un dios oscuro, los tratados de Galeno, las eróticas colecciones de Séneca padre… ¡Todo esa llama en medio del revuelo perfumado de tintas polvorientas!

Desde la fresca garganta del arcoíris de una cerveza dorada lo miro todo. Haciéndome el distraído, volteo y contemplo a mi compañera… es una bella mujer, repujada y manuscrita a besos y versos, impresa como una diosa en mi alma. Entonces, observando mi feliz sonrisa melancólica, y apuntando no sé que verso escatológico que acabo de proferir —“Quant à ce que sacrifient les mort”**—, ella se acomoda los lentes de sol, da un sorbito de diamante y asienta su champagne, toma su bolso, su cabellera brilla en nuestras espumas y, como la dulce Jantipa, instando a este falso Sócrates torvo que soy, me jala del brazo para deleite y envidia de los amantes del paraíso de los libros en esta Tierra. 

En Aix-en Provence, al sur de Francia, “La taverne de Platón” resulta un auténtico pasaje a la antigüedad, mapa de incunables y serigrafiados, cartografía de primeras ediciones y libros de rareza divina, ¡lujos del tiempo y su honra inmortal!, donde las Bellas Artes aún juegan a ser Musas de la Humanidad. 

* Acotación de “Cómicos ambulantes”, de Jules Boissière, en “Fumadores de opio”. 

**“De lo que se pierden los muertos”, del Vaincus par les Démons (Vencido por los demonios) de Francisco Hernández.

raelart@hotmail.com

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