El último lector | El monstruo fuera del laberinto
Siglo XXI, México-EE.UU. Máscara que suma realidad imaginaria a la ficción crítica. Las cosas ya no son como, en su momento, las observó Octavio Paz: el laberinto dejó escapar al “monstruo” y, ahora, en su psicosis parlamentaria, azuza el sadismo de sus caprichos —propios de la ultraderecha delirante— contra el entendimiento humano.
Un monstruo, nada cretense, de extrañeza naranja, que bien podría pasar por el cabeceo psicológicamente locuaz de Lutero, en la extravagante bestialidad de considerar al pueblo “una ramera incorregible” y a la educación “una mujerzuela impía”.
El presidente Donald Trump —mitad inhumano y mitad cabeza de animal—, en su salvaje persecución racista y xenofóbica, posiciona su desvarío monárquico en una campaña tan indigna como las previas a todo exterminio sistemático, y, para gusto de Hitler, Stalin y Mao, la alienta con el tufo contagioso de una secta.
No ha sido la primera vez, sí —por partida doble— la más visible.
Recordemos también —“en las aguas heladas del cálculo egoísta”, como sentenció Marx— a aquellos mandatarios estadounidenses que encubrieron sus firmas a la hora de la tragedia: Truman y su bomba, Nixon y Vietnam, Reagan y la Operación Cóndor, los Bush en Bosnia y Oriente Medio, Clinton y su Irak bajo la “mesa oval”, Obama en Afganistán.
Si la inocencia no es una virtud en todos, menos lo es en estos canallas.
Hay locuras que son un imperativo —pensemos en Nerón o Calígula—, que no mueren por desnutrición, sino en las voraces llamas que provocan sus propios mandatos de destrucción. En el frente a frente que se observa en diversas ciudades de los EE.UU. —confrontación asimétrica por jerarquía social—, la comunidad inmigrante —formada por mexicanos y otros asentamientos internacionales—, el impulso de la delación campea vestida de traición vecinal y la “danza de los millones” aparece con vestido oficial ofreciendo 50 mil dólares por cada “señalización”.
Esto quiere decir —a ojo de buen contador de gusanos— que las problemáticas que atraviesa el país de las barras y las estrellas, no es tanto por la crisis de los billetes verdes, sino por la limpieza racial que se ha transformado en constrictivo desde la Casa Blanca: un cruento encaro callejero, que no es tanto cuantitativo como cualitativo.
¿Qué tan lejos se está de una “guerra civil”, como se estuvo en la toma del Capitolio en 2020?
La tensión que causa la violencia en el organigrama político de los EE. UU., involucra el desmantelamiento laboral de la urbe y los campos —por decir lo menos— y una preocupante demarcación humana que desgarra los lazos de cooperación y seguridad entre dos naciones —mexicana y estadounidense—; pero más allá de eso, se encuentran también los relatos personales de las redadas y del maltrato a paisanos documentados y a familias de indocumentados: las microhistorias, que ofrecen la moderna narrativa de la crueldad.
Si seguimos viendo al “extranjero” como un criminal, quiere decir que el mundo no ha cambiado en los últimos 236 años, desde la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
En la frontera con California —esto lo escribo desde Ensenada, Baja California—, el pogromo en, por ejemplo, Los Ángeles, degrada todo lo que comprendemos por civilización: un gobernador —el Sr. Gavin Newsom—, al cual le ha “salvado el culo” Mr. Trump (con esas palabras lo comentó el presidente a la prensa), al mandar ilegalmente a la Guardia Nacional, secundada por Marines, para poner “orden” en la “ciudad del crimen y el deseo” —pero también de cierta prosperidad y de profundas raíces mexicanas, ya que, como sabemos, fue territorio nacional—, escenario de las protestas de mexicoamericanos que ofrecieron justa resistencia a la brutalidad del ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas).
¿Quién está detrás de este nuevo régimen fascista? ¿Por qué se busca la inestabilidad con “digitalización de hierro”? ¿Cómo es que estos sectarios cínicos se oponen a la gobernabilidad pacífica con grandes dosis de infamia e ignorancia? ¿Por qué parásitos tecnológicos rodean el imaginario político con anacrónicos sueños interestelares? ¿Por qué a una élite decadente del poder no le importa la sonrisa de niños extranjeros?
Este ramillete emergente de preguntas — áspera danza, como cuando el papel alza su tinta en llamas (Fahrenheit 451)—, no sólo busca interrogar el pulso sórdido del apocalipsis, sino actuar en medio de los hombres: inmigrantes que, en su lucha más que humana, consideran que no vale la pena vivir sin aquel sentimiento por el cual vale la pena morir: la dignidad.
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