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Opinión

El último lector | El cable

Por: Rael Salvador

“Ningún arañazo de la garra de la muerte

podía ser capaz de desfigurarla”. 

Eduardo Galeano

Durante la dictadura de Nicaragua se sobrevivió a la constante represión de la Guardia Nacional y la Policía Especial de Anastasio Somoza. La incursión dejó un saldo trágico de más de 50 mil muertos. A 41 años del triunfo del Frente Sandinista de Liberación Nacional y a tantos otros de su derrocamiento —y ahora que el comandante Daniel Ortega recupera la “entronización” de lo que en otro tiempo fue, después de la liberación de Cuba, la “Segunda Revolución” más importante de América— relato desde la inteligente voz de ella, uno de los tantos cruentos días de amor y marxismo mágico de nuestra larga noche latinoamericana…

En la cárcel, de un extremo a otro del patio, existía un tensado cable de acero. Extendido de una punta a otra, el cable estaba a la altura de nuestra cintura. El cable era una de las más descabelladas ideas que pudieron salir de la cabeza de la dictadura de los Somoza para la tortura del pueblo, de sus hermanos. Porque a pesar de la extremosa diferencia de clases y el color de nuestra piel y la polaridad de nuestros sueños, eso éramos: hermanos. Ves mis muslos desgajados en cicatrices y la desfiguración absurda de mi sexo. Las que tuvimos la suerte y, más que suerte, resistencia, sobrevivimos. No me apena contarte las consecuencias de la militancia Sandinista de mi padre, ni me avergüenzo ante los hombres por llevar este horrible rostro de la crueldad entre mis piernas.

Yo tenía trece añicos cuando los de la Guardia Nacional fueron y allanaron con desmedida violencia la casa de mis padres. A punta de bayoneta acabaron con la enardecida y humilde vida de papá y, muy de paso, como si nada, con la de mamá. Ante nuestros ojos, los asesinaron a sangre fría: él no suplicó clemencia, ella se dobló de tristeza. A mi hermana y a mí nos violaron repetidas veces antes de llevarnos a encuartelar. Allá se repitió el lastimoso procedimiento de dolor y humillación.

Nos ponían en fila; uno tras otro, siempre en fila. Cuando no estábamos colgados de las piernas, con la cabeza metida en pozos nutridos de alimañas, estábamos en fila. Seríamos como unas trece o quince personas, entre muchachos y mujercitas jóvenes, trece o catorce años, a lo más. En las gélidas mañanas, desnudos de la cintura para abajo, con nuestro sexo balbuceando de miedo, teníamos que montarnos al cable y esperar con las manos atadas a la espalda y los dientes apretados al unísono, a que la felonía y ferocidad de los milicos en turno golpearan como poseídos, con los bates de béisbol, el cable tensado.

Podrás imaginar los aullidos y el revuelo descarnante de los genitales estallando en el sacrificio. Pero, te digo, ninguna amnistía de la imaginación podrá borrar ni siquiera un poquito el borde de las cicatrices latientes como llamaradas en mi alma. Era una crueldad de animales locos, una dantesca danza de fardos deshilachados en sangre y flujos de ardiduras. Entre carcajadas y burlas, culatazos, insultos, patadas, miadas y escupitajos tenías que mantenerte, ¡Dios!, como pudieras, sobre el criminal cable vibrante… Si caías o te apartabas por el dolor irresistible, se te sacrificaba ahí mismo, tirado en el suelo, como a una bestia infecciosa. Te acercaban la hedionda boca del fusil a la cabeza y, simplemente, como quien hace un favor a la Patria, jalaban el gatillo. Esto te lo digo, como podrás ver, porque soy una abatida testigo de los hechos y una sobreviviente de ese infierno somozista.

Sobreviví para venir a contártelo, para que sepas de las desgracias de tus hermanos en la guerra. No sencillamente la cruenta guerra por la dignidad que padeció Nicaragua, Chile, Argentina, Uruguay, Brasil, Guatemala o el Salvador. No, intento hablarte desde la boca de los cientos y miles de niños y mujercitas inocentes, descansando ya en el fondo del mar o del volcán, o en tumbas clandestinas en medio de la selva o del desierto, sin saber por qué tuvieron que morir. Morir, se muere uno. Pero saber por qué se muere uno, es importante. Morir, como los guerrilleros, por aquellas cosas sin las cuales no vale la pena vivir, es una cosa. Y morir de tiricia, muy otra.

No soy valiente, lloro por todo. Mi padre decía que sólo la dignidad nos puede mantener vivos. Él vive en mi memoria, porque soy digna de recordarlo… Pero mucho me gustaría de nuevo acompañarlo a su periódico y a los libros de Cesar Vallejo y de Pablo Neruda, de Eduardo Galeano y Juan Gelman, Sergio Ramírez y Ernesto Cardenal, a la cafetería del Siglo XX, y desvelarme en esas pláticas de humos interminables, con los amigos y compañeros del partido. Papá murió y yo lo recuerdo ahora solamente para darme fuerza y no se me parta el corazón…

Un poco después de las devastadoras torturas del cable, un milico, Eduardo Contreras, que nunca olvidaré su gesto ni su nombre, se apiadó de la desgracia de nosotras, revueltas en sangre, vómitos y excrementos como estábamos. Y aprovechando un traslado a su cargo, nos permitió que huyéramos por un descampado muy cercano a la frontera de Honduras.

¿Y luego, compita, qué pasó? Bueno, unos brigadistas clandestinos del Frente Sandinista de Liberación Nacional se hicieron cargo de nosotras y nos ayudaron para estar en forma y asimilar la realidad de nuevo. Su ideología no era una ideología de consignas y cosas así, más bien era una manera de andar con dignidad reconociendo la situación por la cual pasaba el país. Más adelante, transcurridos los meses, nos alejaron lo más posible del régimen totalitario de Nicaragua. Había constantes deportaciones en los países adyacentes y resultaba peligrosa nuestra estadía en Tegucigalpa. Así que decidieron mandarnos hasta este extremo de México, Ensenadas California, “tierrica de las ciencias”, donde ahora, medio ebrio y sentado desnudo frente a mí, escuchándome quedito y haciéndote hombre con mis palabras, como me dijiste amorosamente la primera vez, intentas entender de nuevo por qué mi belleza no coincide con la desfiguración húmeda de mi sexo… 

raelart@hotmail.com

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