El último lector | Decálogo en madera rústica
I
El alma es un fueguito de nieve. Si le acercas una palabra, su llama se hace de plata —como un caballito de niebla, la luz canta su trote— y, bajo esa Luna que baila reflejada en la vajilla, los sueños gotean cristales como cuando uno calla para escuchar la lluvia…
II
El marco de la ventana, azul como el ladrido de un lobo, deja ir su respiración al bosque. Se escucha a Vivaldi en sus raíces, señal que fue joven. Ella mira con paciencia la inclinación de la Luna en las ondulaciones de la noche. Nadie piensa en Van Gogh, porque la pintura del cosmos no es una idea, sino la sensibilidad arremolinada en las semillas de un girasol.
III
La mujer trajo una gallina para la cena, el jarrón exhibía su pecho de barro y el mundo transitaba sin las cosas lejanas, como cuando vemos la cometa amarrada al aire o a la belleza de las ortigas flotar en el viaje del agua… “Duerme conmigo”, dijo la pena. “No me agradan tus plumas”, endureció su demanda la representante de los locos del hambre. Por la mañana, los ramos de cilantro se mostraron decapitados entre los charcos. Los niños los usaron para navegar la vigilia de sus cerezas y sus sonrisas.
IV
Al oído de Nietzsche, Dios murmuró como una paloma engreída. A los nombres los separa una coma, a los hombres sueños de poder transformados en necedades de grandeza. Beethoven, disfrazado de tormenta, hacía vibrar los cristales de hielo. El invierno golpea con fuerza y una brizna de hierba se calienta bajo la pata del gato.
V
El viento se resbala en la nieve, como cuando Tchaikovsky desmaya la mano sobre las teclas blanquinegras de su profesión. La tarde le hace tomar un libro (algún Tolstói inmerecido), de él cae la fotografía de un rostro militar. En el principio de la estatura, sus botines se paralizan: una lágrima estalla en el diminuto ojo que lo mira.
VI
Una tras otra, la ronda de palabras también es un mundo. Circunferencia de paciente armonía, no hay cosa en ella —como el Sol y la Luna, la noche y el día, la muerte y la vida— que avance sin que se encuentre con su principio. En la República de Lakota, América del Norte, sus habitantes —los naturales Sioux, adoradores de la serpiente que se enrosca en estrellas: la galaxia— nos ofrecen una enseñanza de gramática poética y una lección de unidad humana. Esta magia, a la par, se cifra en la siguiente cosmovisión que, en su rondalla de fuego, nos canta: “En el Círculo, todos somos iguales. / No hay nadie delante de ti y no hay nadie detrás de ti. / Nadie está por encima de ti. Nadie está por debajo de ti. / El Círculo es sagrado porque está diseñado para crear Unidad”. Así, desde la lección del abrazo primero, hasta el corro de las enseñanzas pedagógicas, niños, mujeres y hombres participan imitando al Universo.
VII
Hermosa, solemne —como la luz que se filtra entre los limones y las cerezas— la marcha de saltos del gorrión en las nieves; desde la alegría de la libertad, sus huellas van trazando el mapa constelado de un invierno que permite dar lectura a la Vía Láctea. Las estrellas son hojas de oro blanco, luminiscencia el rumor de alas que se desprenden de la Luna, virtud de un intelecto que, siendo existencia en sí misma, genera belleza de autoridad no humana.
VIII
La militante Luna de los poetas. Anota Jan Zabrana en su diario que en 1959 un cohete de la URSS trasladó y ondeó la bandera de la hoz y el martillo en la cara luminosa de la Luna, de tal forma que el genio poético de Pavel Kohout escurrió “un versito lacayo con una agudeza antimperialista especialmente exagerada”. Las líneas en cuestión poseen la gracia y el esmero de citarse por sí solos en la firme asta de la soberbia: “¡Algunos tienen estrellas en la bandera, nosotros tenemos banderas en las estrellas!”. 10 años después, en 1969, ante el alunizaje del Apolo 11, escribas de visiones astrales y de exquisita sensibilidad en deshielo, estamparían en los televisores de toda una nación: “Un pequeño paso para un hombre, un gran salto para la Humanidad». Para eso también sirve la poesía, no sólo para inquietar a amantes desveladas.
IX
Aparte de contar con significado, las palabras poseen interpretaciones, evocaciones utilitarias, subjetividades tendenciosas, apellidos en el pelaje de quien las emite… justo como aquellas donde se denota que son graduales en su contexto discursivo, sobre todo en el canje seductor de un sí por una oportunidad de mierda. Por eso hay palabras que son monedas para pobres diablos, que nada tienen que ver con aquellas que nos aproximan a la divinidad.
X
Para aprender a ver, leer: un libro es el milagro que abre los ojos de los nuestros.
raelart@hotmail.com