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Opinión

El último lector / Cuervo Zen Western

Por: Rael Salvador

En los tiempos en que no había imprenta, los “libros” fueron palacios brillando, como faros, en la memoria. Por eso, mientras en nosotros exista Alejandría, los hombres, a través de los libros, llevarán la memoria a otros hombres.

El poeta James Russell Lowell (1819-1891), editor en una América crítica, donde las florestas eran tocadas por el encanto de la luz perfumada y extendían su color en la visión del viento, determinó que los libros no son otra cosa que “abejas que llevan el polen de una inteligencia a otra”.

Él, abolicionista deseslabonado, jugando cartas diplomáticas en la mesa de la cultura, sabía bien lo que decía: embajador en España y el Reino Unido, sus libros fueron alas que atravesaron las olas de un continente a otro.

¿Qué es lo que me atrae de este hombre de “letras tomar”? ¿Cómo es que me dejo seducir por su —a la vez— aire de erudito y callejero? ¿Es su romance con la ironía y el saber lo que hace principesca su persona?

Observo su imagen de época, fotografía en blanco y negro (de la colección Brady-Hardy, colgada de una de las paredes de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos) que lo muestra como una especie de Jesucristo disfrazado de Tagore (aún con su pelo cuervo, con pajarita de seda, inflamada por el ajustado chaleco y un pesado saco que le habría venido bien a algún expedicionario del Shackleton). ¿Será ese amigo que me ofreció alguna vez un ramillete de hierbas —malas hierbas— y que después observé en un dibujo de Durero? 

Leo sus versos, oteo de vez en vez por la ventana (un tribu de aves en la alambrada cuchicheando no sé qué obscenidad de las nubes); imagino su alma pletórica de gramíneas y lo veo atizar los troncos de la chimenea con poético cuidado, no vaya una llama a combustionar las hojas escritas que escapan de sus bolsillos, hermanadas como están a un whisky duro de corcho fácil.

Russell Lowell, estudiante rebelde —miembro romántico de Fireside Poets (“Poetas de la chimenea”)—, desde temprana edad sintió aversión por todo tipo de cadenas. Al referirse a sus años académicos, comenta: “Durante el primer año, no hice nada; durante el segundo año, no hice nada; durante el tercero, no hice nada; y, durante el último año, no he hecho hasta ahora nada en mis estudios universitarios”.

Su libro de poemas titulado “La vida de un año” —memoria de amor a María White (poetisa siempre en ciernes)— hace franco honor a toda esa vida de años ganados, a punta de fugas e inasistencias, a la escuela y a la iglesia.  

Lo que iba en Derecho se derrumbó. Doctorado en Leyes por Harvard —Massachusetts, tierra donde su ojos advirtieron por vez primera la huella de la esclavitud—, nunca ejerció: su poesía fue la cizalla feroz para las cadenas del alma.

Él, que decía: “Una espina de experiencia vale más que un bosque de advertencia”.

Un cuervo Zen Western, ni más ni menos.

Belleza que se aquilata como rocío en las hojas que ofrecen un imperecedero tiempo de lecturas: Whitman, Thoreau, Emerson…

Y el hollín de James Russell Lowell, por supuesto.
raelart@hotmail.com

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