Opinión

El último lector | Carus amicis

Por: Rael Salvador

Sé, a veces, lo que es la felicidad.

Rodeado de soledad o con los amigos asomándose a mi vida, me gusta decir que soy propenso a la alegría o al placer, lo cual me hace ver a la felicidad como a una mariposilla que, en su sensual vuelo errático, aspira el licor fluctuante del cúmulo de mis antigüedades y, pasado cierto tiempo, el oro de su ausencia se me pierde en el azul morado de la noche.

Así, instalado en este mobiliario astronómico del alma, empiezo por las tardes —después de la muerte sabia de la escritura— a leer en mi sillón reclinable.

(Como se observa, la organización emocional de mi ocio está por encima de la misma literatura; mientras otros pasean perros, al parecer yo “cultivo” el desenfado de mis alegrías con la Ursae Majoris, del árabe: “Dubhe”, la “Osa”.)

Es un placer que acompaño con tragos de música: Bach, Mozart, Beethoven, Wagner, Grieg… Las piezas de siempre: los “Keyboard” (con Koscis & Shiff), el Réquiem, la Séptima y la Novena, Tannhäuser, Peer Gynt.

Ellas son el ruido de fondo divino y yo el oído amigo que les brinda sentido.

Cristales de estrellas, copas.

¿Cuántas veces no he intentado garabatear, no sin torpeza, esos universos que sólo logro observar tras el celuloide que me brinda armonía, luminosidad y viveza?

Es sencillo y dual, casi imposible: imagino a un hombre que en una estrella lejana se encuentra a otro hombre mirando el firmamento que, a su vez, imagina que en una estrella lejana hay un hombre que, mirando el firmamento, lo imagina.

Lo dejo.

(Tan risible y ridículo como cuando tenía un perro que se llamaba gato y un gato que se llamaba perro que, cuando le hablaba al perro, venía el gato y cuando le hablaba al gato, venía el perro.)  

Los libros no varían: Nietzsche, Mann, Sartre…

¿Qué tomar de una biblioteca personal, cansada ya —de toda una vida de ir de aquí para allá—, cifrada en más de diez mil ejemplares?

¿Aristóteles o Tito Lucrecio Caro? ¿Hegel o Heidegger? ¿De nuevo Hermann Hesse y Stefan Zweig? ¿Louis-Ferdinand Céline, Henry Miller y Camus? ¿Federico García Lorca y Octavio Paz? ¿Eduardo Galeano, Juan Gelman o Borges? ¿Sloterdijk o Safranski?

Todos y ninguno a la vez.

Leo y releo, como si me asomara a un cielo extraño, ese mi temprano hallazgo de la opulencia.

Cristales de estrellas, copas. El Buda libre de impuestos. Una muestra de uranio enriquecido por el calor y color de la impresora.

La embriaguez enmarcada por la pátina de las Musas: las desnudas esculturas de ellas, cenizas verdes y nieve de un erotismo religioso, vino y sangre en las espumas del tiempo, en las sendas del aire…

A cada repentino extravío de rapto o fuga, Alexander von Humboldt lo llamaba “vértigo de la alegría”.

Sin mis carus amicis —queridos amigos—, todo este esplendor no sería absolutamente nada. Miríada de vacío.

La confesión de las sombras, olivos en el agua de la memoria religiosa.

Sí, a veces sé lo que es la felicidad.

Rodeado de amigos, con la soledad fecunda instalada al final de la existencia —un círculo de fuego donde veo a los ángeles encender sus melenas—, me gusta decir que soy más propenso a la alegría o al placer, lo cual me hace ver a la felicidad como un rasgo de escritura que, en su sensual trazo errático, aspira el licor fluctuante del cúmulo de mis antigüedades y, pasado cierto tiempo, el oro de su ausencia se me pierde en los cuadernos de la noche.

raelart@hotmail.com

Related Posts