El origen histórico de la rusofobia / Héctor Alejandro Quintanar
El miedo a Rusia, o mejor dicho, el miedo a una posible intromisión de una Rusia expansionista y belicista, fue un elemento protagónico en la historia del siglo XX y, de hecho, como plantean Ralph Miliband y Marcel Liebman, ha fungido como un elemento central en el sentido común occidental (o sea, Estados Unidos y algunas potencias europeas). La idea de que existe una Rusia agresiva, expansionista e imperialista que iría coleccionando para sí país por país del orbe, tiene un origen histórico que no empezó en la guerra fría en 1947. Ahí esa idea se elevó a su máxima expresión, pero su inicio va más atrás y debutó como actor geopolítico en el periodo entreguerras posterior a la Revolución Rusa de 1917.
Y es que durante el siglo XIX la etiqueta original contra una potencia despótica, totalitaria y expansiva no recaía en Rusia, sino en Prusia. A ojos europeos, el imperio prusiano causó diversos enfrentamientos y ello influyó para que ante el estallamiento de un conflicto sin precedente, la Primera Guerra Mundial en 1914, Alemania fuera una especie de “enemigo público”.
Inicialmente, en ese conflicto la Rusia aún zarista se sumó a los aliados, encabezados por Francia e Inglaterra, y su costo de sangre fue alto. Ya se gestaba el ascenso de la revolución rusa, en la que los bolcheviques se hicieron del poder en octubre de 1917. La agenda bolchevique tenía dos prioridades expuestas por Lenin desde 1915: profundizar el socialismo… y sacar a Rusia de la “gran guerra”.
Ante ello, Alemania vio con buenos ojos la caída del zar. No por afinidad ideológica con los comunistas, sino por considerar que pactar con ellos le daría respiro en la recta final de la guerra, donde Estados Unidos recién se había sumado a los aliados. Así, Alemania hizo esfuerzos logísticos en favor de Lenin, y al poco tiempo de consumado el ascenso bolchevique, signó con ellos el tratado de paz en Brest-Litovsk.
Esto fue interpretado por las potencias aliadas como la fachada de una “perversa” unión de facto entre el imperialismo prusiano y bolcheviques; acusaron a Lenin y Trotsky de no ser socialistas genuinos, sino “agentes alemanes” infiltrados en Rusia y supusieron que la naciente nación soviética sería plataforma al servicio del expansionismo alemán. El coctel era tremendo: el problema no era sólo la revolución rusa en sí misma, sino que triunfara en medio de una conflagración mundial. Si el enemigo imperialista en el siglo XIX fue Prusia en Europa, Rusia tendría que serlo en el siglo XX en el mundo. Con un agravante: la naciente potencia no sólo sería expansionista, sino comunista, no tendría saciedad y fomentaría revoluciones rojas en todo el globo.
Los hechos desmentirían esta idea. Si bien Rusia sí extendió su territorio, lo hizo hacia el este y recuperando territorios europeos que había cedido en el tratado de Brest o mitigando alzamientos anticomunistas apoyados por Occidente. Para 1918 Alemania –supuesto titiritero de los bolcheviques– perdió la guerra. Asimismo, la Unión Soviética, consolidada en 1922, no tuvo demasiado interés en “exportar la revolución”. La idea sobredimensionada de que la URSS era una entidad ciegamente expansiva, empero, sobrevivió, y fue el gran rasgo de la guerra fría.
Fuera del bloque del este (donde la Unión Soviética sí fue injerencista), y más allá del autoritarismo interno de la URSS, el tercer mundo fue escenario donde ese miedo rusófobo contra una amenaza injerencista de la Unión Soviética fue pábulo para elevar la temperatura de la guerra fría, pues fue la coartada del imperialismo real de Estados Unidos en el mundo periférico; fue pábulo del crecimiento del hostigamiento paranoico para deslegitimar adversarios en el mundo político, intelectual y artístico (como hizo el macartismo); o fue matriz ideológica –entre otras– para la movilización motu proprio de élites conservadoras, como los militares golpistas en América Latina.
La guerra fría y sus estragos tuvieron muchos responsables. Pero la URSS fue sólo uno de ellos. Una lección que debió dejar ese proceso es que reducir todo –y justificar todo– mediante una consigna maniquea es dañino. Pero pareciera que la inercia maniquea –más religiosa que política– y la búsqueda del “todo o nada” hacen difícil que hoy, en pleno siglo XXI y ante la invasión rusa a Ucrania, se pueda tener una postura en la que se condene a Putin sin que eso signifique ser incondicional a las cuestionables alianzas de Zelensky o sin extender la condena a personas poco responsables de la afrenta a Kiev, como deportistas o ciudadanos rusos.
El anticomunismo rusófobo y la alerta contra la “amenaza soviética” fue rasgo central del siglo XX y mantiene trazas en el siglo XXI. Hoy le debemos solidaridad a los civiles ucranios, víctimas centrales de este golpe de Putin. Pero también hay que ser escépticos de las voces de Occidente que aprovechan el momento para revivir oxidadas taras rusófobas y exigen atizar el conflicto.
* Académico de la Universidad de Hradec Králové, República Checa. Autor del libro Las raíces del Movimiento Regeneración Nacional