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Opinión

¿El fin de la historia del aborto despenalizado en EU?

Por: Elizabeth Maier

La reapropiación estatal de los úteros, cuerpos y vidas de las mujeres

Tijuana, 9 de enero.- El primero de septiembre de 2021, Texas entró a la historia nacional como el estado con las políticas de aborto más restrictivas y represivas, penalizándolo después de solo seis semanas de gestación, cuando la gran mayoría de mujeres ni saben que están embarazadas, sin excepciones por violación o incesto. Empero, la novedad de la ley texana no reside únicamente en su radical delimitación del periodo de acceder al aborto, sino que más significativa es su novedosa propuesta jurídica que intenta la sustitución del poder del estado texano -como el actor determinante de la penalización- por la vigilancia ciudadana.

La ley texana empodera a cualquier persona -del estado o fuera- para demandar judicialmente a las/los facilitadores y acompañantes de un aborto (más no a las propias mujeres), compensándoles monetariamente con $10 mil dólares por cada juicio ganado y así, legalizando el vigilantismo civil. La promoción de dichas/os cazadores ciudadanas/os de recompensas abrió una cancha de incertidumbre jurídica: la mayoría ultraconservadora de la Corte Suprema estadounidense argumentó la ausencia de antecedentes jurídicos que establezcan la legalidad o no de la ley texana, validando así su momentánea entrada en vigor.

En diciembre de 2021, de nuevo la Corte Suprema -considerada por muchos analistas y ciudadanos como el brazo jurídico del partido Republicano- retomó el caso. A la vez que reconoció la validez legal de los múltiples juicios en su contra, decidió posponer su decisión definitiva hasta junio de 2022, reconfirmando su vigencia temporal en perjuicio de miles de mujeres en condiciones de vulnerabilidad.

Al mismo tiempo, la Corte Suprema también atendió la demanda en contra del estado de Mississippi y su ley antiaborto más tradicional, la que prohíbe el aborto después de quince semanas de embarazo, sin mecanismos de vigilancia ni recompensa ciudadana. Ambas leyes han alentado la elaboración de propuestas de ley en por lo menos dieciséis estados más, nutriendo así las esperanzas del movimiento nacional antiaborto de que la nueva mayoría conservadora de la Corte Suprema pudiera revertir -o efectivamente anular- el referente jurídico histórico del caso de Row vs Wade (1973), que despenalizó el aborto hasta la viabilidad del producto fuera del útero.

La discusión preliminar de las y los magistrados sugirió una tendencia mayoritaria a devolver a los estados la última palabra sobre la legalidad del aborto, lo que debilitará severamente los derechos humanos de las mujeres a la salud y la igualdad, así como el derecho civil a la privacidad garantizado en la Constitución, que sustenta a Row vs Wade.

Retornar a la ilegalidad es un retroceso peligroso para las mujeres. Yo recuerdo la realidad de ser mujer antes de la despenalización del aborto, cuando embarazarse sin desearlo significaba arriesgar la vida, sobre todo para las mujeres de menores recursos. Sin la posibilidad de pagar las altas sumas de médicos que se dedicaban a terminar embarazos no planificados para las mujeres más pudientes, las de menores ingresos – incluso niñas violadas o víctimas del incesto- tuvieron que recurrir a las caídas provocadas, los ganchos insertados, la ingestión de sustancias o médicos poco confiables, cuando por distintas razones no podían llevar a cabo la crianza de manera responsable.

Decidir finalizar un embarazo en la era de la ilegalidad no solo forzó a las mujeres a entrar en tensión con el imaginario colectivo moralista de su época, sino que puso sobre la mesa la posibilidad de la propia muerte. Antes de la despenalización de hace casi medio siglo, los cuerpos y vidas de las mujeres estadounidenses fueron expropiadas por el estado capitalista patriarcal y orientadas hacia la reproducción biológica obligatoria, a nombre de un orden de género de dominio masculino y su estricta división sexual de las identidades; la geografía social de lo público y privado, del trabajo y la moralidad.

Culturalmente las mujeres fuimos simbolizadas como úteros fértiles y la maternidad nos definió por encima de cualquier otro rasgo de identidad. Esto duró hasta mediadas del siglo XX, cuando progresivamente una serie de hechos se fusionaron para cuestionar las identidades y relaciones de género en la modernidad industrial. Los hechos incluían: el descubrimiento científico del impacto de las epidemias contemporáneas en la deformación de los fetos; el acceso a los anticonceptivos; la preocupación del sobre poblamiento del planeta que desembocó en el desarrollo de programas globales de control natal; el ingreso de las mujeres a la población económicamente activa (PEA) y a la educación superior; la revolución sexual que implicó nuevas pautas de practica y moralidad sexual, aun relativas según género; y, finalmente, la emergencia de los feminismos de la segunda ola.

El lema feminista de mi cuerpo, mi decisión, (hoy en día, expropiado por el movimiento reaccionario anti vacuna), ubicó el derecho de las mujeres a la autonomía corporal como un elemento esencial de la igualdad ciudadana entre géneros y de la paridad entre las mujeres mismas. Por esto, el aborto despenalizado representa tres aspectos de igualdad para las mujeres: el derecho a tener control sobre el propio cuerpo y vida, el derecho pleno a la salud reproductivo y el derecho a la justicia social. Sin duda, el discurso feminista influyo en la decisión de la Suprema Corte en Row vs Wade (1973), empero lo impugnado del tema y el incipiente activismo del movimiento antiaborto -de orientación religiosa-, influyeron en los siguientes años y décadas en cuatro decisiones jurídicas que restringieron y debilitaron su alcance:

Primeramente, la Enmienda Hyde (1976) prohibió el uso de fondos federales para procedimientos de aborto, perjudicando a las mujeres de menores recursos y así debilitando el derecho a la justicia social. Después el caso de Webster (1989) reconfirmó la falta de compromiso del Estado de proporcionar dichos servicios de salud reproductiva, pero además estipuló el interés del Estado en la vida del feto durante todo el embarazo y no solo después de la viabilidad, como se señala en Row vs Wade. Al contrario, la decisión de Row enfatiza el interés apremiante del Estado por la salud de la mujer durante el embarazo hasta la viabilidad del feto fuera del útero.

Reflejando la nueva mayoría conservadora de la Corte Suprema nombrado por la administración George W. Bush, el fallo del caso de Casey (1992) reconfirmó la reversión del enfoque del Estado, sustituyendo la orientación de Row por el interés apremiante en el feto durante todo embarazo. De esta manera, se reemplazó la autoridad medica por el poder del Estado, a la vez que se instauró el estándar de peso indebido (“undue burden”), lo que exige a los estados asegurar que las nuevas restricciones al aborto no representan un peso mayor para el desarrollo de la vida de las mujeres. Finalmente, en el caso de Gonzalez vs Carhart (2007), la Suprema Corte validó una ley estatal prohibiendo los abortos de último término.

Así que dichas determinaciones de la Suprema Corte durante los últimos cuarenta y cinco años han confirmado un marco de despenalización del aborto con reducida accesibilidad y justicia social para grandes sectores de mujeres, además de abrir la puerta a un sinfín de leyes estatales

Hoy en día, la ola de nuevas leyes estatales repenalizando el aborto no solo remite al nombramiento -de por vida- de una absoluta mayoría conservadora de magistrados/as en la Suprema Corte estadounidense, sino que asimismo atestigua la creciente organización, participación política e influencia institucional del movimiento antiaborto, ahora plenamente integrado a la franja -aun minoritaria- de ciudadanos y ciudadanas que anhelan un Estado autoritario, racial y étnicamente excluyente, sustentado por premisas religiosas que interrogan el concepto moderno del Estado laico.

Este sector trumpista -antidemocrático, blanco, nacionalista-originalista y cristiano fundamentalista- propone deconstruir las fronteras entre la religión y el Estado, reconfirmando las modalidades de poder inscritas en los mitos nacionales originarios, especialmente en la jerarquía racial-étnica y el orden patriarcal de género.

En este sentido, la disputa actual sobre el aborto es emblemática de la contienda por la dirección y el alma del proyecto sociopolítico y cultural de la Nación. El control del cuerpo de la mujer, la sexualidad y la reproducción resulta ser una pieza clave en determinar el arreglo de poder del orden de género, lo que a la vez sustenta la organización social y económica de la sociedad en su conjunto.

A la postre, la contienda es por el perfil mismo de las instituciones y la disputa -de nuevo como si retornáramos al principio de la modernidad- gira en torno a los grados de injerencia religiosa en ellas, el valor de la libertad de conciencia y de la diversidad religiosa y cultural y, consecuentemente, a los márgenes de libertad y democracia de la sociedad entera.

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