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Opinión

El estado de derecho como liberación

Por: Santiago Nieto Castillo

Como fenómeno social, las reglas del estado de derecho están cambiando: en la actualidad, un sistema de normas y orden público sin su vinculación con la protección de los derechos humanos no se entendería o, al menos, no encontraría justificación en la teoría. El estado de derecho, además, debe funcionar como un mecanismo para disminuir las desigualdades estructurales, particularmente en un país como el nuestro aún dominado por élites políticas que datan de la Conquista y han utilizado el poder público en beneficio de sus propios intereses económicos y de su supervivencia.

El pasado 2 de octubre recordamos un año más lo ocurrido en 1968, que culminó, tras una serie de actos represivos hacia protestas diversas en el país, en la matanza de Tlatelolco, y cuyo crimen de Estado permanece en la impunidad.

Sin duda, la sociedad mexicana no volvió a ser la misma, no sólo por la tragedia que marcó a las siguientes generaciones, sino en el reclamo por la lucha de nuestros derechos y libertades. Desafortunadamente, hoy en día, la justicia dista de ser afín a las demandas populares y los valores constitucionales, cuando el nivel de impunidad oscila en 97 por ciento a escala nacional y las élites políticas no parecen modificarse. Pero, como dijo Galileo: “Sin embargo, se mueve”.

Hoy, contamos con organismos autónomos que funcionan (los cuales, desde luego, son perfectibles en su quehacer mediato), y permiten un equilibrio en la toma de decisiones respecto de los poderes clásicos del Estado decimonónico. Aunado a que, insertos como país en una comunidad internacional, los ciudadanos contamos con herramientas convencionales que nos posibilitan el acceso a otros espacios de justicia en el ámbito global. ¿Y qué es el derecho sino la búsqueda de la justicia? Para Gustav Radbruch, la médula de la justicia es la búsqueda de la igualdad, y yo añadiría, la búsqueda de libertades. En la medida en que haya libertad e igualdad, entonces, podemos tener una sociedad justa, que gire en el respeto a la dignidad de las personas.

Es innegable que el estado de cosas no es el mismo al de hace 50 años, nuestra conciencia histórica es considerablemente mayor, el país y sus instituciones han padecido cambios constantes orientados a beneficiar a una mayoría de la población marginada e ignorada por décadas.

Y, en este sentido, la transición hacia un modelo de justicia constitucional por la que atravesamos debe trabajar a favor de las minorías, de la resolución expedita de casos que permitan la reparación del daño a favor de las víctimas y, sobre todo, que, en el camino, las instituciones de procuración e impartición de justicia se vean acompañadas de la experiencia y legitimidad de la sociedad civil. De otra manera, estamos condenados al fracaso.

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