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Opinión

Con las alas rotas

Por: Abel Barrera Hernández*

Joya Real es el nombre de la comunidad Na’ Savi donde Juan Manuel y Concepción sobreviven en una casa de adobe prestada por la tía materna. Los 17 años que llevan conviviendo han sido extenuantes, por el trabajo semiesclavizante que realizan en los campos agrícolas de Michoacán y Sinaloa. Sus hijos e hijas han crecido en los surcos. Juan Manuel, de 16 años, no pudo concluir la primaria, por eso se ha especializado en el corte de limón y chile serrano. Los 120 pesos que gana por día los comparte con sus papás para pagar la renta y la luz. Angélica, la segunda hija, sólo pudo cursar el quinto año de primaria. Sus estudios quedaron truncos porque el papá de Rafael habló con su papá sobre el interés que había de casar a su hijo. Antes de que se inscribiera al sexto año, Rutilio hizo el ofrecimiento de pagar una cantidad para que Angélica se juntara con su hijo de 12 años. No fue una negociación sencilla, porque había reticencias de Juan Manuel y Concepción para que Angélica, que apenas tenía 11 años, se le obligara a casarse. Los 120 mil pesos que pagó Rutilio doblegaron al papá de Angélica.

Los golpes y maltratos de Hilaria fueron las marcas del matrimonio forzado de Angélica. La suegra a cada instante le exigía que realizara todas las labores domésticas por el precio que habían pagado. Ante la imposibilidad de cubrir las deudas matrimoniales, Rafael cruzó la frontera para buscar trabajo en Nueva York. Abandonada a su suerte, Angélica tuvo que lidiar también con el suegro. No sólo fue el acoso sexual y las amenazas constantes de hacerle daño, padeció lo indecible, sin poder librarse de esta atrocidad. A sus escasos 15 años tuvo que enfrentar esta monstruosidad. Huyó del lugar para buscar refugio con su abuela Petra, ante la ausencia de sus padres. Este atrevimiento le costó muy caro. La acusaron con la policía comunitaria de Dos Ríos, porque supuestamente se había robado unos huipiles. Con dinero de por medio, procedieron a detener a la abuela y a la nieta. Su libertad tuvo un costo de 5 mil pesos.

Ante la indefensión de Angélica, sus padres y hermanitos regresaron por ella, desde Yurécuaro, Michoacán. Rutilio acusó a la abuela Petra de encubrir a Angélica, para que ya no regresara a su casa. Exigía que le reintegraran los 120 mil pesos que había pagado. La opción fue detener a la abuela Petra para obligar a que los padres de Angélica se presentaran ante la policía comunitaria. Fueron tres días de encierro arbitrario. Juan Manuel regresó con su familia para atender la demanda de su consuegro. El 26 de septiembre liberaron a doña Petra y detuvieron a los dos suegros.

La policía comunitaria condicionó la libertad de Juan Manuel a cambio de cubrir la deuda que a tres años ascendía a 210 mil pesos. Mientras, Angélica quedaba detenida como garantía. Petra con sus tres nietas permaneció en el corredor de la comisaría para velar por la seguridad de Angélica. Del 30 de septiembre al 10 de octubre estuvo encarcelada. La ausencia de las autoridades alienta la violencia contra las mujeres que las cosifica. La madre de Angélica, además de cargar con esta pena, enfrentaba un embarazo de alto riesgo. Nunca imaginó que en el camino abortaría. Fue en Tlacoachistlahuaca donde expulsó un primer feto. Se sobrepuso al dolor logrando llegar en la madrugada a Ometepec. Abrigaban la esperanza de que pudiera ser atendida en urgencias del hospital general. Nadie les abrió y fue en la casa de un familiar donde Angélica expulsó a otros dos fetos. No sabía que tendría trillizos. Los caminos tortuosos de la Montaña y la tortura de ver a su hija encerrada desencadenaron la expulsión de las trillizas. La foto de doña Concepción, que aparece postrada en un camastro, desencadenó el escándalo por la indolencia de las autoridades y la violencia de hombres que se sienten dueños de la vida de las mujeres.

Mientras la mamá perdía a sus trillizos fuera del hospital de Ometepec, sus tres pequeñas hijas con la abuela Petra seguían postradas a un lado de la cárcel de Dos Ríos para acompañar a Angélica, encarcelada por el capricho del suegro y la complicidad de la policía comunitaria de Dos Ríos. A pesar de la solicitud que formalmente planteamos como Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, de liberar de manera inmediata a Angélica, los coordinadores ignoraron el emplazamiento. Sólo accedieron a que la menor permaneciera retenida en el corredor de la comisaría.

El caso de Angélica muestra en toda su dimensión las graves fallas que arrastran las instituciones de justicia del Estado. Los familiares de Angélica acudieron a la agencia del Ministerio Público de Ometepec para interponer la denuncia por la privación ilegal de la libertad de Angélica. Con gran desfachatez e irresponsabilidad, el agente del Ministerio Público Aurelio Cano Galindo se negó atenderlos con el pretexto de que el caso no correspondía a su jurisdicción. El perito interprete de nombre Isaías hizo el trabajo sucio. Acudió al domicilio donde se encontraba los papás de Angélica, para plantearles que abrirían una carpeta de investigación a cambio de que cubrieran la cantidad de 11 mil pesos, especificando que 6 mil serían para el Ministerio Público y 5 mil para el intérprete. En los enclaves pobres como la Montaña y Costa Chica de Guerrero, la justicia es una mercancía muy cara.

Lo inaudito fue que el secretario de Asuntos Indígenas del gobierno del estado, Javier Rojas Benito, requirió 4 mil pesos a la tía de Juan Manuel para pagar el combustible. Aclaró que para este viaje ya no contaba con fondos oficiales. Socarronamente pidió otros mil pesos para lavar los vehículos. Los saldos de esta Montaña de injusticias no sólo son las deudas económicas y las amenazas contra Angélica y su familia, sino las brechas de la desigualdad y la exclusión social. La joya real de la Montaña son los matrimonios forzados de niñas indígenas que son condenadas a padecer la violencia patriarcal y a nunca levantar el vuelo por sus alas rotas.

* Director del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan

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