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Opinión

Análisis a Fondo | El escándalo por el obispo

Por: Francisco Gómez Maza

  • Monseñor Doctor Salvador Rangel, en entredicho
  • Una iglesia represora y la natural desobediencia

Si los clérigos de la Iglesia católica de rito latino no tuvieran sobre su lomo la pesada carga de la llamada castidad como obligación, seguramente las relaciones sexuales de un clérigo, sacerdote u obispo, con mujeres o con compañías del mismo sexo no serían motivo de escándalo, a no ser que fueran por violencia de género: violaciones, pederastia etcétera. El problema gravísimo es que la alta jerarquía católica, encabezada por el sumo pontífice, en este caso el papa Francisco, no reconoce la gravedad del fenómeno y no se atreve a proponer cambios radicales que lograran que los sacerdotes tuvieran la libertad absoluta de elegir entre celibato y matrimonio y que hubiera plena libertad de que personas con inclinaciones “anormales” pudieran acceder a la ordenación sacerdotal, pero plenamente conscientes de que tienen preferencias sexuales hacia personas de su mismo sexo o que les es imposible vivir la soltería y el celibato.

El problema pues no es el sexo, sino que los ministros de la Iglesia católica occidental están comprometidos por las leyes eclesiásticas de la iglesia latina. Todo lo que sea sexual les está prohibido y es considerado pecado mortal. Y no es que la práctica sexual sea delito por su propia naturaleza. Es delito porque está prohibida, por la ley eclesiástica, a los sacerdotes, que tienen la obligación de guardar la llamada castidad por obligación, porque a eso se comprometen el día en que el obispo los ordena sacerdotes. Esta situación tiene arreglo. Sólo falta que la alta jerarquía decida eliminar el celibato sacerdotal, como ocurre en muchas iglesias católicas de los ritos orientales. Y el escándalo, que llamaría scandallum pusillorum, se da irremediablemente, sobre todo, en sociedades conservadoras. Este escribidor tiene amigos sacerdotes que conviven en pareja con su esposa, sin ocasionar ningún escándalo.

En este contexto se da el escándalo en torno a la persona del obispo emérito, de la diócesis de Chilpancingo-Chilapa, Salvador Rangel Mendoza. La desaparición del prelado hace unos días, y que fue un escándalo en la prensa nacional, que primero fue calificada como un secuestro exprés, ha sido la comidilla del día, sobre todo del sector anticlerical, debido a que, ante la falta de conocimiento del paradero del obispo, el comisionado de seguridad, José Antonio Ortiz Guarneros, afirmó que el obispo de Chilpancingo ingresó por su voluntad en un hotel en compañía de otro hombre. Y sobre las declaraciones de este comisionado de Seguridad, el obispo de la diócesis de Cuernavaca señaló que “el almirante ha hecho declaraciones que no le corresponden”. 

Pero el comisionado no fue el único. Los paramédicos que llevaron al jerarca dijeron a Trabajo Social que estaba inconsciente y desnudo en una habitación del hotel Real de Ocotepec, en el poblado del mismo nombre, situado al norte de Cuernavaca. Los paramédicos presentaron las pertenencias del paciente en una bolsa negra y en el interior encontraron un pantalón de vestir gris obscuro, una camisa a cuadros color morada, un gel lubricante íntimo y un estuche pequeño color negro con 6 condones, uno de ellos abierto, así como cinco pastillas azules. De acuerdo con el testimonio de los paramédicos, no se le encontró ninguna identificación ni dinero u objeto de valor alguno, y mencionaron que cuando arribaron al lugar el paciente solo les pudo decir que se llama Salvador.

Lo demás es puro chismerío. Lo importante es que algo tan natural en cualquier ser humano, se vuelve un escándalo entre las buenas conciencias cuando se trata de un personaje que, por razones reglamentarias, está obligado a mantenerse célibe y si sus inclinaciones son por otra persona del mismo sexo, el escándalo es magnificado.

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