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México

En Acapulco la rapiña robó esperanzas, pero también hay semillas de bondad

Por: Héctor Briseño

¿Merecemos ser rescatados?

Es erróneo y atrevido hablar de un «renacimiento» del puerto de Acapulco cuando en las primeras horas del parto muchos acapulqueños se dedicaron a saquear, con maldad, con saña, no hablamos de comida, de agua, sino de joyas, muebles, llantas, vinos de lujo, motocicletas, circuitos de Steren, vajillas, teléfonos, televisiones, muñecas, juguetes, herramientas, zapatos, cajeros automáticos, todo lo que podía ser tomado o robado, hasta gasolina.

Pequeños y grandes comercios se vieron afectados, hojalateros, llanteros, restauranteros, voceadores.
El huracán Otis acabó con la ciudad, pero muchos acapulqueños le dieron la estocada.

La sorpresa es mayúscula cuando me entero que también saquearon los puestos de revistas.

«Si los acapulqueños no leen (no todos), ¿Qué se llevaron de su puesto?», le pregunto a una voceadora de la zona Dorada.

«Las revistas pornográficas, que son las más caras, y los refrescos», me responde desconsolada, mientras guarda lo último de mercancía que le queda en buen estado para cerrar por tiempo indefinido su fuente de ingresos.

Los vientos de Otis dejaron intacta su caseta de revistas, fue la rapiña la que le robó la esperanza.

Otra conducta «modelo» surgió en los días siguientes al huracán.

Productos que fueron donados para cubrir las necesidades de la población eran vendidos horas después por los propios afectados.

Garrafones con agua que distribuye la Marina, ropa y hasta despensas, lo que llevó a la autoridad a tomar otras medidas como restringir el número de garrafones por familia, y la recomendación de «cuidado con lo que donas porque de aquí se van a venderlo».

Los milagros de Otis

Pero entre los acapulqueños pueden encontrarse semillas de bondad.

Vecinos que antes no se miraban ahora se saludan.

La exigencia de la CFE de limpiar las calles de árboles centenarios derribados por el viento para reconectar la luz, hizo el milagro.

Una tarde, durante horas, vecinos cortaron troncos, jalaron ramas, barrieron hojas secas.

Hasta los policías estatales dan las buenas tardes.

Choferes de camiones urbanos dan muestra de amabilidad inusitada, se disculpan con señoras quejosas por el incremento de tres pesos en el pasaje y hasta se acordaron de decir los buenos días.

«Si por mí fuera yo cobraba 10 pesos pero es lo que nos mandan cobrar» (15 pesos).

«El covid-19 nos obligó a aislarnos y el huracán nos hizo salir a pedir ayuda, a encontrarnos, a abrazarnos, me da gusto encontrar a los compañeros y saber que están bien», expresa la reportera Onira Robles cuando la encuentro en la iglesia en busca de una nota.

La acompaña Celeste Hernández, recién casada, quien relata que se refugió del meteoro en un cuarto de baño de un cuarto piso, en la colonia Progreso, y cuando ella y su esposo quisieron escapar por las escaleras, estaban bloqueadas por una lámina galvanizada.

Pudieron sobrevivir después de resistir hasta la mañana siguiente, hasta que se calmaron el viento y la lluvia y lograron abrirse paso, camino abajo, en las escaleras del edificio.

Celeste sigue buscando historias a bordo de su motocicleta nueva, acaba de aprender a manejar, y aclara, entre la carrilla de compañeros deseosos de sonreír, que la moto la compró, es suya y carga la factura con ella.

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Escape del purgatorio

El primero de noviembre, horas después de la despedida de mi Pointer, decido regresar por el vehículo.
Para ello debo caminar unos cinco kilómetros, al caer la tarde, desde el centro de convenciones a la glorieta de la Diana.

Faltan horas para que se cumpla la primera semana del paso del huracán Otis.

Se deben apresurar los pasos pues la ciudad sigue a oscuras y el transporte público no se ha restablecido.

Para llegar rápido se recomienda pedir aventón.

Otro milagro de Otis

Acapulqueños que suben a desconocidos en la cajuela de sus camionetas o en la parte trasera de su auto para acercarlos a su destino.

Hasta la policía municipal traslada pasajeros a la zona Tradicional o la avenida Cuauhtémoc.

Pero decido caminar por la prisa, debo llegar al carro antes de que caiga la noche.

Los atardeceres en Acapulco suelen ser más amables que los días desérticos y llenos de sol. Ofrecen un aire de esperanza pero también de intriga, pues la oscuridad de la noche amenaza en la ciudad destruida, con las calles invadidas de escombros, resguardadas por elementos de la Guardia Nacional y el Ejército Mexicano. El ruido de motores no cesa, los generadores de energía eléctrica no paran.

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En cada esquina de la Costera se concentran hombres y mujeres con la increíble confianza de conseguir un «ray».
Después de un kilómetro, un trabajador de la Universidad Autónoma de Guerrero me regala su botella de agua cuando le explico la misión.

Al segundo kilómetro del trayecto descubro un punto gratuito de internet, lo cual es oro molido en el Acapulco de la reconstrucción, donde la inestabilidad de las comunicaciones se mantiene todavía a casi un mes de cumplir los aires de Otis.

Finalmente, en el kilómetro tres me subo en una camioneta que ofrece aventón a los transeúntes. 

Hasta llegar al vehículo, resguardado en la bastión de la CETEG.

Doy las gracias al policía estatal que cuidó mi carro durante ocho horas, quien me explica el plan para encontrar a su hijo desaparecido, debe esperar que la camioneta de la Auxiliar lo recoja y hacer el recorrido de supervisión de guardias hasta San Agustín, en las afueras de la ciudad.

Enseguida pongo en marcha el plan de escape del Pointer, consejo de un mecánico al que no veo hace cuatro años, para aplicar en casos extremos de un ventilador descompuesto o fuga de anticongelante.

«Prendes el carro, avanzas cien metros y lo apagas, descansas tantito, y lo vuelves a prender, así cada cien metros, hasta llegar a la casa o donde lo vayas a estacionar».

Misión cumplida.

Logro dejar el carro afuera de casa, mejor así que expuesto a las fuerzas desconocidas de la ciudad de la furia, aquellas que impulsaron a cientos de acapulqueños a robar lo que se les pusiera enfrente horas después del huracán.

¿Qué tan mal estamos?

Es la pregunta que me hago cuando encuentro en un recorrido a una enviada de los Gedeones Internacionales, aquellos que distribuían libros del nuevo testamento en inglés y en español, y que se podían encontrar en cajones de los cuartos de hotel, mitad en inglés, mitad en español.

¿Qué tan mal nos ven desde afuera?

Prefiero no pensar en ello y seguir caminando, no sin antes tomar agradecido un ejemplar, en estos tiempos siempre faltan palabras de consuelo, aunque tu carga no sea mayor que la de otros.

Sigue moviéndote, que no te gane la angustia.

Así parece que será la recuperación de Acapulco, con recorridos de cien metros, de cien kilómetros, paso a pasito, descansar un poco aquí o allá, darse un respiro y seguir adelante, sin detenerse.

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