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Cultura

La nueva novela de Pascal Quignard

Por: Pablo Espinosa / La Jornada

Hay escritores -como Pascal Quignard- cuyos libros son sinestésicos: los leemos con el alma y los oídos, donde percuten tambores, tañen laúdes, se hunden y saltan teclas de un piano, suave, parsimoniosa, admirablemente.

Percibimos cada rugosidad, tibieza, suavidad de todo aquello que es nombrado; degustamos el vino y los manjares que desfilan en las páginas; se cuelan hasta el último rincón los aromas, fluidos, ungüentos y vapores que nacen del paso de cada folio.

Frente a nuestra vista no hay letras ni libro ni signos ni caligrafía. Tenemos frente a nosotros el mundo, el real y el imaginado, el vivido y el anhelado, el que soñamos cada noche y continuamos viviendo al despertar, con el canto del mirlo a todo lo alto.

A ese noble linaje pertenece Pascal Quignard. Su nueva novela, la más monumental y bella, se lee como una gran sinfonía y nuestros sentidos registran todo detalle, cada pliegue, el paraíso recobrado. Se titula El amor el mar, y contiene los elementos necesarios y suficientes para salvarnos.

El traductor de la versión mexicana (hay una anterior, publicada en Barcelona por Galaxia Gutenberg), publicada por Sexto Piso, Ernesto Kavi, nos anuncia los temas de esta novela: la música, la literatura y el amor, como única salvación en el mundo. El amor el mar está ubicada el siglo XVIII, una época convulsa.

Pascal siempre se ha declarado barroco: «No busco la belleza ni la perfección, soy barroco; busco el desbordamiento; si te hago llorar de emoción, soy feliz».

El amor, la música y la literatura salvan. Es la materia de esta novela-poema. Narra, nos anuncia Ernesto Kavi, “la vida cotidiana, violenta y a veces hermosa, de algunos de los músicos y literatos que redimieron, sin saber, su siglo y el nuestro. Johann Jakob Froberger, el origen de nuestra música, el maestro de Bach; el enigmático y aéreo Monsieur de Sainte-Colombe, que nunca quiso ser publicado; La Rochefoucauld, el hombre con mejor oído de su tiempo, que deshizo nuestra lengua en fragmentos. Y también el laudista Hatten, y Thullyn, virtuosa de la viola, cuya historia de amor es un sol y una sombra que cubre todas las páginas de este libro”.

Pasamos del asombro a la degustación a la risa, al olvido, al asombro, y todo el tiempo, en todas las páginas, suena en nuestra mente la música de Sainte-Colombe y de su alumna, la finlandesa Thullyn, el gran amor de Hatten, a quien ella abandona.

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Escribe Pascal Quignard en uno de los muchos pasajes intensos de su novela El amor el mar: «Los dos hubieran debido entenderse, pero se amaron. Prefirieron amarse que entenderse. Seguramente estaban en lo cierto. Pero, ¿de verdad lo estaban? Vivieron juntos dos veces nueve meses, completamente felices. Hubieran debido vivir juntos siempre. Él trabajaba demasiado».

El amor, el mar.

Pascal Quignard me dijo hace unos días, durante su visita a México: «mi manera de vivir es escribir».

Apartado del mundo, su mundo es la escritura y la música. Toca el piano para un público tumultuoso: él mismo. Uno de los autores que acostumbra tocar cuando la noche cae y cuando el sol levanta es precisamente uno de los protagonistas de El amor el mar: Johann Jakob Froberger, y como muchos pasajes de sus libros son autobiográficos, nos narra:

“Este es el título exacto que Jakob Froberger apuntó en la cabecera de la partitura: Tombeau hecho en París por la muerte de monsieur Blancheroche que se toca muy lentamente a discreción sin observar ninguna medición.”

Fue exactamente de esa manera como tocó al piano Pascal Quignard la Música callada de su maestro Federico Mompou en la galería Kurimanzuto de la Ciudad de México el primero de diciembre pasado, epifanía de la que La Jornada dio cuenta al día siguiente.

En su casa, en el bosque, solo, suele tocar también a Fauré, cuyas partituras póstumas son sus favoritas. Toca el piano como una «meditación sobre mi muerte futura, la cual se toca lentamente con discreción»
, siguiendo la indicación de Froberger, a quien Pascal considera un alma gemela de Mallarmé. También toca a solas a Chausson.

Es raro acontecimiento el privilegio de verlo tocar fuera de su refugio. Lo hizo con su hermano del alma, Jordi Savall, hace pocas semanas, en un recital conmemorativo de los 30 años de Todas las mañanas del mundo, donde dio vida a Monsieur de Sainte-Colombe, y es el libro que todos recomendamos a quienes no han leído a Pascal y quieran comenzar.

En su nueva novela, como en libros anteriores, reaparecen escenas, situaciones, personajes. Exactamente como nos sucede en los sueños sucesivos de una noche: fragmentos de vida vivida mezclados con fragmentos de vida anhelada. Y así es la literatura de Pascal: fragmentos que une para recomponer la vida, para salvarnos.

Pascal Quignard toca el piano en la soledad y lo explica así en su novela: «El ruiseñor no necesita ningún auditorio, le basta con el corazón de la noche».

Describe así a Thullyn, la bella finlandesa que toca la viola da gamba como le enseñó su maestro, Monsieur de Sainte-Colombe: «Vivía la música como aquel mismo mar centelleante que avanzaba y se retiraba ante nuestros ojos».

Por eso ella abandona a quien ama.

Su maestro, Monsieur de Sainte-Colombe, le enseñó a Thullyn a tocar la viola da gamba de la misma manera como se ama el mundo, se aprecia el mundo, se valora el mundo, así:

“–Qué bonito es –murmuró Monsieur de Sainte-Colombe soltando de repente los remos, dejándolos flotar–. Qué bonito es este mundo.”

Toda la novela es música. Pensar música, vivir música:

“–Sí. Es verdad. Pero son lutieres porque el acento remite a la primera sílaba –replicó Froberger–. La música es así. Es como el universo. Por la explosión del primer sonido se percibe el mundo. Es el attaca. Es el sonido de antaño del universo, antes de que comenzase su caos, y antes de que este último se dilatase en espacio en la noche que constituye su madre. En los libros se empieza por una frase que impone el silencio. En las sesiones musicales se comienza con un grito, como en los bosques.

“–Pero también puede ser una lágrima –añadió Hatten–. Una gota de agua de sonido cae en el latir del corazón.”

Los momentos musicales siempre son sublimes en El amor el mar, como este:

Marie Aidelle estaba con su niña. Mecía a la pequeña en un extraño recipiente de mimbre que el viejo Rhuys había trenzado para instalar a la niña. Meaume se unió a ellas para la ceremonia de adormecerla, que consistía en un canturreo a dos voces hasta que los párpados de la criatura se cerrasen.

Debo confesar que cuando leí ese pasaje, me quedé dormido.

Y cuando desperté me topé con esto: “La oscura corteza del pino es un sentimiento, cuando se pasa al lado.

Desprende un súbito olor.

Hay cuatro estados. Velar, dormir, soñar y el sentir de la naturaleza que precede al lenguaje del mundo.

Luego observé la siguiente conversación:

“Monsieur Hatten marcó una pausa y preguntó:

–¿Está usted componiendo un canto?

–Sí –respondió–. Podría decirse así. Creo que lo que estoy componiendo es un canto.

Monsieur de Sainte-Colombe dejó la cuchara de madera sobre la mesa. Apartó el plato de sopa. Se volvió hacia Monsieur Hatten.

–Un canto puede quedarse sin salir de nuestro aliento por miedo a perderlo.

Monsieur Hatten no respondió nada.

–Son los libros.

Monsieur de Sainte-Colombe prosiguió:

–Cuesta ver el pájaro en medio de la enramada cuando canta.

–Cuanto mejor canta, más invisible es.

–Es verdad –dijo monsieur Hatten.

–Cuanto mejor canta, más invisible es.”

Mientras pasamos las páginas, pasan por nuestra mente pasajes de la música de Froberger, Sainte-Colombe, Chausson, Fauré, Mompou…

La música callada de Pascal Quignard, que canta así:

Y ella, y el amor, y la música, y los libros, y la pintura. Que nos salvan:

“La euforia de reconocerla tan única.

El éxtasis de acurrucarse contra ella.

Quizá sea por ahí por donde el amor y la música se unen.”

@PabloEspinosaB

disquerolajornada@gmail.com

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