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Cultura

Jon Fosse, la cascada del demonio

Por: Rael Salvador

En efecto, el significado de “fosse” en noruego es cascada. Algo que ahora cae del cielo de los Nobel de manera impetuosa, que parecería precipitarse como todo demonio: ex alcohólico, amante del rock, teatrero con agravantes, literato irreducible y, por si faltaba algo, apóstol tanto de Marx como del Maestro Eckhar.

Sin olvidarnos que, en la “Casa de su Ser”, el lenguaje, ronda el espectro de Heidegger.

Jon Fosse (Haugesund, 1959), rinde gusto al teatro de Lorca, se asemeja a los ibéricos José Saramago y Antonio Lobo Antunes —Nobel y desNobel, respectivamente— al trastocar su narrativa al uso musical de las oraciones, carentes de puntos y, a la manera de Saramago, iniciando con mayúsculas separativas o indicativas; cortes en blanco y muchas otras cosas por el estilo… El “estilo” Antonio Lobo Antunes.

Y al igual que Lobo Antunes, Fosse sigue siendo un poeta al que recurre para cobijar el moderno frío existencial.

¿No está de más decir que al entregar el Premio Nobel de Literatura al escritor noruego se lo otorgan también a Lobo Antunes (quien, en las recientes décadas, ha mandado en diversas ocasiones al comité a la mierda)?

Comenta el filósofo Joan Arnau que Fosse “tiene la voz temblorosa de quien ha visto algo que no se puede contar ni entender”.

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Es importante observar la reseña —validar su oportunidad y su intempestiva claridad, casi un vaticinio— que realizó Arnau en marzo pasado: «Fosse es superficial en el buen sentido de la palabra. Su prosa es superficie y símbolo. Lo primero le confiere brillo; lo segundo, hondura. Sus frases están despojadas de todo adorno (ornamento es delito, algo muy septentrional), y su cadencia se mantiene en la traducción, gracias al excelente trabajo de Cristina Gómez Baggethun y Kirsti, su madre [que lo].

Hay algo en sus personajes que recuerda a “El extranjero”, de Camus, o “El túnel”, de Sábato. Su estilo, con sus juegos hipotácticos y sus fraseos repetitivos que reivindican la musicalidad, tiene algo de Samuel Beckett y de Thomas Bernhard. Entre los pliegues de esa prosa se adivina el silencio. Ese que buscaban los cuáqueros, a los que conoció en su juventud, que se sentaban en círculo, callados, como brah­manes buscando el ­“ātman”, como monjes de un “dojo” zen, a la caza de una luz interior»

Como en los personajes de Fosse, el artista es un hombre —humano, demasiado humano— que eleva su condición de ignorante a la categoría de genio; descubriendo, estudiando, asimilando, repitiendo, desentrañando —integrando o desintegrando los elementos de la naturaleza— llega a convertirse en artífice y vocero de la creación: el “Yo”.

De la materialidad circundante al formalismo, es decir del objeto al sujeto: de la recreación a la apropiación, tal como lo estipula Kant, ofreciéndole al artista, y a su mano transformadora, una veta ontológica, como se ve las obras de Fosse: seres hipnóticos y atribulados, lúcidos y perplejos en su emoción profunda de salir al encuentro con el sentido de la vida y muerte.

Por esta elevación y caída, el artista es repudiado por sus congéneres, pues su condición de soledad creativa —confundida con egoísmo o miseria, y siempre temidas por el tirano— afecta su relación con los ciudadanos —quienes no se atreven a ser ni santos ni guerrilleros—, siempre ocupados en defender, desde la oposición, un programa político o ensalzar, desde la fe, una doctrina religiosa.

¡Enhorabuena! Larga vida a Jon Fosse, no del todo al Nobel.

raelart@hotmail.com

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