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Baja California

Nombrar pandemia, atestiguar pandemia: Entrevistas a creadores de Baja California

Por: Iliana Hernández Partida

“Un día, la mano de dios se levantó
y nos aventó el virus directo en la cara.”

Esther Gámez

Esther Gámez Rubio, sonorense, estudió la Licenciatura en Artes con especialidad en Grabado en la Unison. Se muda al puerto de Ensenada en 2004 donde desarrolla la mayoría de su vida profesional como artista de medios mixtos, gestora cultural y docente en nivel superior. Su obra se ha exhibido nacional e internacionalmente en más de 100 exposiciones colectivas y 11 individuales. 

Cuenta con varias selecciones y premios como ADC Building Bridges (seleccionada como artista representada, Los Angeles, CA), Bice Bugatti Prize (Milán, Italia), MiniArt Qatar Cultural Center (Doha, Qatar), Paisanos (México, USA, España), PECDA B.C. (Joven creadora y creadora con trayectoria), Bienal Estatal de B.C. (premio de adquisición y selecciones), entre otras. Su trabajo como visualista la ha llevado a trabajar con importantes músicos de la región fronteriza y a involucrarse en proyectos de improvisación libre.  

Ha participado como fundadora con el foro cultural y galería La Covacha, CAP: Comunidad y Arte Público y YerbaMala Taller de Arte y Gráfica (antes Barrio Vagina) colectiva para impulsar el trabajo de artistas mujeres y no binaries generando espacios seguros de exposición y trabajo. Además, colabora con el Instituto de Música de Baja California y es parte del equipo de trabajo de festivales como Semana De Jazz y la Semana Internacional de Improvisación.

Esther es una artista inquieta, su trabajo se reparte entre dibujo, pintura, muralismo, arte textil, cerámica, objetos encontrados, tatuajes, grabado, y visuales análogos.  Sin importar el medio, su trabajo está siempre inundado del mundo natural: la biología, la anatomía, lo micro y lo macro, la belleza y el horror.

1.- ¿Qué hiciste cuando llegaron los días de encierro?

No era la primera vez que noticias de lugares lejanos con enfermedades preocupantes llegaban a mi radar. En esas ocasiones, mi vida continuaba igual, imperturbable, confiada de que la tragedia no me tocaría, no nos tocaría acá en México, acá en el Norte. Al norte dios lo castiga, pero también lo protege, pensaba. Esta vez fue diferente.

Me di cuenta que estoy llegando a la edad de las “tías”, ya sabes, tu tía que manda fake news, que rola notas de hace tres años con urgencia, que cree que un asteroide va a pasar cerca de la Tierra y sus microondas van a deshabilitar los celulares. Esta vez fui la tía que pronto compró despensa no perecedera, por si acaso.  Compré cosas que nunca consumimos: jugos de lata, agua de coco, frijoles de lata, carne seca y tamales de bolsita La Costeña.  

Un día, la mano de dios se levantó y nos aventó el virus directo en la cara.

Tu tía tenía razón.

2.- ¿Qué temores tuviste?

Los primeros días fueron de muchas lloraditas. En la mañana, antes del café, una lloradita. En la noche en la regadera, otra lloradita. El miedo, al principio, me paralizaba y las lloraditas ayudaban. Desapendejaban. El release. Luego el miedo se convirtió en la tercera persona en nuestro hogar. El roomie. ¡Buenos días miedo! ¿Dónde dormirá el miedo hoy? Poco a poco fui logrando que el miedo se quedara en lugares específicos. En la regadera, en el porche, en el carro. Lo fuimos dejando fuera de nuestras áreas de trabajo, fuera de nuestra cama, fuera de la cocina.

Hubo momentos en la pandemia que temía por los avances de la lucha de género y contra la heteronorma. En este punto debo agregar que no vivo tan fuera de la heteronorma, quisiese, como dicen, pero el pudiese es lento y doloroso. El estar encerrada en casa fue como una regresión de todas esas luchas internas en contra de la domesticidad, de los roles impuestos, del ser señora y ya.

3.- ¿Pudiste crear en esos días?

Crear se convirtió en salvación. Empecé a echar mano de los materiales olvidados, las cosas que compré “porsi”. “Porsi” llega una pandemia mundial y no puedo salir y las tiendas están cerradas, las cadenas de producción estancadas y hay un barco atorado que no permite el paso de otros barcos y esto se convirtiera en un problema universal. Empecé a trabajar con las cosas que guardé hace años para un día trabajarlas. Retomé un proyecto PECDA que era inamovible. Cambié todo, dejé muchas cosas atrás que no podía soltar. Dejé el dibujo, la pintura formal, el realismo y empecé a trabajar como cuando de niña le hacía ropa y props a mis barbies.

4.- ¿Cuáles fueron los objetos con los que más conviviste en tu casa?

Busqué en mi patio los insectos muertos para preservarlos. Limpié conchas, piedras y galletas de mar. Tesoros de la vida exterior. Me metí a la cocina, saqué los moldes, las duyas, instrumentos especiales, que en el cocinar diario, se van yendo hacia el fondo del cajón. Intenté varias recetas de moda, y descargué Tik Tok. Un intento desesperado de mantenernos en el mundo de los vivos.

5.- ¿Cuál fue tu temor más grande?

Todo el tiempo me preguntaba cuándo vería a mis padres. Cuándo llegaría la noticia de que indudablemente estaban contagiados. ¿Sería leve o sería fatal?

6.- ¿Qué es lo que te permite la escritura?

Nunca deseé escribir en serio, no era un lenguaje artístico que sintiera natural. La poesía me intimida y a veces me incomoda, mi pensamiento es muy puntual y «seco». Empecé buscando escribir sobre proyectos, textos de sala y esas cosas que a veces necesito.  Tomé un taller del Septentrión con Asael Arroyo y la experiencia me obsesionó.  

Eran además las primeras actividades presenciales grupales a las que me atreví a ir y la dinámica de los talleres —leernos entre nosotres, hablar de cosas personales y encerrarnos por horas a revisar textos— fue como un oasis perfecto entre el confinamiento y la supuesta nueva normalidad. En los talleres éramos (casi siempre) mayormente mujeres. Un plus inesperado. Es obviamente más fácil y cómodo compartir y aceptar retroalimentación con personas con las que te sientes afín. Además, eran otras mujeres creadoras, que estaban también abriendo heridas, contando historias personales. Nos hicimos muy amigas, hicimos un círculo de lectura, hicimos dos fanzines.  

Escribir es una herramienta increíble que me llevó a aprender más de mí, a ser más clara en mis ideas, en mi lenguaje, a leer mejor.  

Cuando hago mis piezas —pinturas, textiles y esas cosas— el proceso es más o menos automático. Confío mucho en mi entrenamiento previo, en mi oficio, y dejo que las cosas vayan sucediendo. A veces no sé bien cómo se me ocurren, pero supongo que es el resultado de alimentar mi curiosidad y mi educación plástica por tantos años. Cuando escribo la cosa es muy diferente, el proceso es minucioso, hay revisiones, hay mucho deshacer, quitar, editar.  Hay interacción con terceros para que te retroalimenten, correcciones a veces dolorosas que te retan.  Hay también muchas reglas que hay que seguir.

Escribiendo pude nombrar cosas nuevas. Tengo una condición que se llama afantasia y en uno de los talleres decidí escribir acerca de eso para poder dar respuestas entendibles cuando me preguntan qué es:

«Mis recuerdos y mis ideas están atados mayormente a un sentido parecido al tacto, a la memoria muscular, y a otras experiencias del cuerpo y sus misterios. Mi imaginación no está ligada a las imágenes. No tengo visor mental. No tengo el mind’s eye o la capacidad de visualizar algo, lo que sea. No pienso en imágenes. […] Hablar de mi afantasia ha tenido consecuencias. La reacción más común es de incredulidad y hasta un intento por convencerme de que no sé de lo que hablo. Me culpo: no soy hábil con las palabras y me dedico a hacer imágenes.

Soy artista visual y soy visualista para una banda de jazz. Vendo imágenes. No tengo palabras eficientes para explicar que no soy una persona visual sin que parezca una broma mala.

Por otro lado, puedo entenderlos, a mí también me cuesta trabajo aceptar que todos los demás tienen una habilidad natural que me parece cosa de ciencia ficción.»

*Fragmento de «En Blanco» publicado en El Septentrión y en el fanzine «Pensar es perderse II: La historia de mi vida.»

7.- ¿Qué observaste en los demás y en ti misma?

Veía desde mi balcón a los niñes de mis vecinos convivir con mis gatas. Nuestras gatas. Les llamaban agitando un bote con croquetas, las gatas iban a recibir sus premios, sus mimos, sus caricias.

Nuestro hogar era una isla flotante, llena de helio que podría volarse si no fuera por las anclas que eran los amigues, los otres. No soy una persona de mucho contacto físico, pero empecé a tener hambre de la que sólo se sacia cuando se come en grupo. Esa hambre de comida compartida, de una mesa llena de platos de casas ajenas, de esos que hay que regresar.  

Poco a poco empezamos a formar pequeñas “cápsulas seguras” como salvavidas entre islas, para jugar, para comer, para beber, para reír en comunidad.

Es difícil reconocer que disfruté la pandemia o que me sirvió para crecimiento personal.

No he logrado conciliar que esos mismos días raros que me permitieron disfrutar de mi espacio, experimentar nuevos procesos de trabajo y creación, fueron a costa de vidas que se apagaron solas en camas de hospital, lejos de sus seres querides. Pienso en los trabajadores de la salud, en los desempleados, en el colapso social y económico que sigue estirando sus tentáculos y me duele algo profundo. Incompatible con el disfrute.

Sin embargo, el tiempo a solas tiene para mí un valor infinito. Me gusta aislarme para procesar, para inventar cosas. Al final, soy artista porque no sé hacer otra cosa y vivo siempre períodos de mucha vida social, intercalados con lapsos de aislamiento que me permiten recargar y reflexionar. La pandemia me dio el período más largo de aislamiento, pero yo no soy el mundo. Yo soy sólo una persona (normal).

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