Opinión

El último lector | Atómica: el último ciclón de la temporada

Por: Rael Salvador

Quien alimenta la excitación de las guerras —hijas bastardas de la ignorancia y la voluntad de violencia—, tiene por instrucción debilitar el momento político presente e instrumentar el espectáculo —“energía pasiva”— como arma para el fomento de la inconsciencia.

La manipulación —importante coraza estética en la consola digital— no es otro tipo de ignominia, sino la manera de proceder de la pasividad empoderada: el deseo a medias, el placer a plazos —la sexualidad interruptus cuando uno come, duerme o se degenera en el cuerpo de otro u otros—, es decir el malogrado fetiche de la “felicidad fácil” vendido a precio de saldo en el estante de las “necesidades artificiales”.
La política —a partir de la razón instrumental (medio para alcanzar fines)— sostiene los rasgos que definen la esfera de la vida en comunidad: miedo, fe, familia, inseguridad, valores, impotencia, ingobernabilidad, trabajo negativo, paz, neurosis, amor, depresión positiva, etc. Cuando esta “razón” de Estado termina por desequilibrarse —constituida ya por intereses egoístas y usureros, donde prevalecen los yonquis del dinero y la rapacidad económica—, erupciona en la violencia propia de la brutalidad enconada —“energía agresiva”— y, en todas las jerarquías oficiales, hegemonía de las estructuras del poder, se establece la sombra del autoritarismo —donde el sadismo se justifica como “ley de obediencia debida”—, elemento esencial para el horror que encamina a la ciudadanía, militarizada o no, hacia la seguridad de la muerte.

¿Por qué la población civil —niños, mujeres, influencers, viejos, vendedores de diamantina, periodistas, mentes brillantes y otros sectores inútiles para la dignidad del heroísmo— es la primera víctima en un conflicto bélico?

La frivolidad, vieja camarera en momentos de crisis —entrevista apenas cuando las garras de lo desconocido asoman del abismo—, se define en la mediación informativa como un caudal de mentiras en bulto —bulo tras bulo—, basura congregada y gangrenada, arrojada a gran escala para ahogar la sensibilidad circundante, la memoria histórica y la reflexión del individuo. Es cuando la banalidad derrama sus luces de colores sobre la lluvia de lentejuelas y la podredumbre humana encuentra refugio pasajero en el ataúd de los vicios.

Basta con vislumbrar, en este cabaret histriónico —ya sea de derecha, obscenamente neutro o de izquierda—, que todo se oculta bajo la feroz máscara de la normalidad.

La venganza, que funda su ciudadela mental en el primitivismo —y que posee sus manuales de batalla entre la Biblia, el Corán, la Torá, etc.—, es el arma fantasma que aprieta todos los gatillos y aplasta todos los botones, y que hace marchar en llamas a los bosques humanos, haciéndoles sentir repulsión por la liberación y su autorresponsabilidad.

Este proceso de “aprendizaje” es algo que, a través de los siglos, no se aprende.

El malestar en la cultura, expuesta a la pulsión de muerte, adquiere su energía política explotando el espíritu revolucionario y, destilándolo en revueltas y rebeliones —hogareñas, civiles y cósmicas—, lo transforma en gasolina nuclear —con aroma a niña árabe— que no cesa de demandar el interés de la máquina trituradora (el capitalismo) que se atraganta cínicamente con todo tipo de existencia.

¿Qué es la existencia? La estafa en la que malvivimos.

¿Qué nos quedará? Ya en la tercera guerra —si existe disposición diplomática y la maldita bomba no lo barre todo—, algunos trozos de cadáveres se intercambiarán por otros trozos de cadáveres, para sofocar con el duelo de la muerte las iras apocalípticas de las partes en conflagración.

Y, en este mundo vuelto confeti —color, calor y candor, en el último ciclón de la temporada—, no sabremos, a ciencia cierta, si volveremos a empezar.

raelart@hotmail.com

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