Mario Vargas Llosa: diálogo entre el pendejo y el cojudo
Ciudad de México, 15 de abril. No se llamen a engaño. El título responde a una necesidad de Mario Vargas Llosa de explicar su derrota electoral frente a Alberto Fujimori en las elecciones presidenciales de 1990. Resultado que lo llevó a renegar de la nacionalidad peruana.
En su prólogo al texto colectivo “El desafío neoliberal; el fin del tercermundismo en América Latina” relata su desengaño y frustración al constatar cómo 15 ciudadanos limeños, encuestados por una agencia de publicidad, votarían por su oponente. Vargas Llosa no daba crédito. Pero le llamó la atención el razonamiento de uno: “¡es un gran pendejo, pues!”. Su reflexión tomó la forma de una crítica política hacia el pueblo peruano, que extendió a toda América Latina y que años más tarde, sintetizó en su frase: “los latinoamericanos deben aprender a votar”.
El diálogo entre el pendejo y el cojudo no llegó a escribirlo, al menos no consta en su bibliografía. Pero dejó sentado que se sentía un cojudo, aludiendo al presidente José Luis Bustamante, bautizado con el mote de cojurídico, por “su apego a las leyes, su honradez escrupulosa y su castellano elegante y castizo”. En 1948, derrocado por los militares, e instaurada la dictadura de Manuel Odría, Perú caía en una etapa de represión, torturas y corrupción moral. En “Conversación en La Catedral”, su personaje, Santiago (Zavalita), se pregunta: “¿en qué momento se había jodido el Perú?”.
De ahí, que derrotado en las elecciones de 1990, tenga la necesidad de escribir “una suerte de apólogo, a la manera de los que escribían los filósofos del siglo de las luces, sosteniendo que las miserias de mi país no cesarán, y más bien seguirán aumentando, hasta que los peruanos recompongamos nuestra tabla de valores semánticos y dejemos de llamar vino al pan y pan al vino. O, dicho, sin alegorías, degrademos al último lugar de la escala de tipos humanos a ese admirado pendejo que hoy preside y ascendamos de un solo envión, al primer lugar, al ridiculizado cojudo. Porque no son los pícaros audaces y simpatiquísimos que actúan como si estuvieran más allá del bien y el mal de los que labran la grandeza de las naciones, sino esos aburridos personajes que conocen sus límites diferencian lo que se debe y puede hacer de lo que no y son tan poco imaginativos que viven siempre dentro de la ley”. ¿Se pensaría un cojudo?
Leer a Vargas Llosa, es adentrarse en un mundo de no ficción. De historia personal. Su vida transcurrió entre cojudos y pendejos. Se habrá sentido un tonto útil, un cojudo, cuando aceptó su candidatura a presidente. Creyó que bajo la bandera de la libertad económica, la propiedad privada y las leyes del mercado, llegaría a la presidencia.
Vargas Llosa presenta mil caras. Nunca hubo más desacuerdo en definirlo. Si por sus opiniones políticas, escritos periodísticos, declarándose un liberal convencido, defensor acérrimo de pendejos, según su definición, como José María Aznar, Felipe González o Margaret Thatcher. O también, cuando en 2021, pidió el voto para Keiko Fujimori, hija del dictador, a quien despreciaba, para evitar el triunfo de Pedro Castillo.
¿Cómo valorar su admiración y reconocimiento a Jair Bolsonaro o Javier Milei? Se creyó cojurídico. Nunca lo sabremos. Pero si consideramos sus novelas, aparece otro Vargas Llosa. Ni cojudo ni pendejo. Se presenta un escritor comprometido. Crítico del colonialismo, la pobreza y la desigualdad. Defensor de los derechos humanos. Un escritor capaz de visibilizar el compromiso político y el altruismo de personajes históricos cuyas vidas se entregaron a causas nobles.
En “La fiesta del Chivo”, con escritura mordaz, supo describir las vejaciones, las torturas, las violaciones y el asesinato de las hermanas Mirabal. Mujeres valientes, entregadas a la lucha contra la dictadura de Rafael Trujillo. Sus nombres, Minerva, Patria y Maria Teresa, son rescatados por Vargas Llosa para la historia universal. Sus lectores, algunos afines políticamente, debieron enmudecer. Les hizo pensar. Igualmente, en “El sueño del celta” se muestra intransigente al describir a su personaje central, Roger Casement, cónsul británico, cuya vida estuvo marcada por su condena a la esclavitud.
Vargas Llosa recoge sus escritos, desmenuza sus cuadernos, se empapa de su historia y le da cuerpo. Es imposible no empatizar con quien denunció los castigos infringidos por la corona belga, bajo el rey Leopoldo II en el Congo. Su descripción no deja indiferente a nadie. Y años más tarde, se adentra en la Amazonia peruana y denuncia las vejaciones sufridas por los pueblos originarios a manos de la compañía cauchera, de capital británico Peruvian Rubber Company en la región del Putumayo.
Su defensa de Roger Casement, acusado de traición a la corona británica, quien acabaría ahorcado. Fue acusado de patrocinar la independencia de Irlanda, aireando de paso su condición homosexual.
Mario Vargas Llosa es un grande de las letras castellanas. Cancelarlo por su ideología es no comprender el significado de su obra, ni sus cavilaciones políticas. No hay que odiarlo ni venerarlo, simplemente leerlo. Seguramente, podemos decir de Vargas Llosa, lo que él concluyó sobre la personalidad de Roger Casement: “es imposible conocer de manera definitiva a un ser humano, totalidad que se escurre siempre de todas las redes teóricas y racionales que tratan de capturarla”. Seguramente ni pendejo ni cojudo.