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Opinión

‘El alfabeto mágico’, una novela sobre el milagro y el gozo de la escritura

Por: Jorge Anaya

Buenas tardes.

Permítanle a este antitaurino citar una anécdota procedente de esa fea costumbre que llaman la fiesta brava, que por fortuna se encamina a una rápida extinción. Dicen que cuando un torero brindaba la corrida a alguien que no era un personaje de la farándula o la política, no faltaba quien desde los tendidos gritara: “¿quién es ese güey?” Tal vez una frase parecida cruzó por algunas mentes al ver mi nombre en el cartel de esta tarde, junto al de las destacadas presentadoras y el autor. Para beneficio de esas mentes comentaré que mi relación con Agustín Cadena ha sido mayormente virtual, aunque nos conocemos en persona y hemos compartido mesa en varias ocasiones, no una mesa como ésta, sino de las que se usan para comer y beber. No fui su compañero de banca ni de correrías juveniles o literarias, ni tampoco he sido su alumno, y junto a su impresionante trayectoria de escritor y maestro mis pocas y casi desconocidas incursiones en el ámbito de las letras apenas alcanzarían para una nota al pie de página. Así que debo esta invitación, más que nada, a la gentileza de nuestro autor, quien ha pensado que yo pudiera comentar algo interesante sobre su más reciente novela a partir de ciertas afinidades.  

Una de esas afinidades, que por cierto Agustín no mencionó al invitarme a acompañarlo esta tarde, son nuestras raíces comunes en el estado de Hidalgo. Yo no soy originario de allá, como él, pero mis padres sí lo eran, aunque el pueblo de ellos, Molango, está enclavado en la sierra, mientras el de Agustín, Ixmiquilpan, donde transcurre El alfabeto mágico, se encuentra en el Valle del Mezquital. Los paisajes son diferentes, pero en ambas poblaciones era fácil encontrar, en la época a la que se refiere la novela, tiendas como la de los padres de Rubén, el protagonista, con dos puertas altas, un largo mostrador y una hilera de vitrinas repletas de todo género de comestibles, bebidas y casi cualquier herramienta, utensilio, material o adorno que pudiera necesitarse en una ciudad pequeña. Por cierto, haber vivido en esa época, las décadas de los sesentas y setentas del siglo pasado, es una afinidad que sí menciona Agustín entre él y yo, aunque yo le llevo más de diez años. Así que, cuando en la novela describe los volantes en papel revolución para anunciar las funciones de los cines, los televisores de bulbos con sus pesados cinescopios para ver tres canales en blanco y negro, y, sobre todo, la enorme jeringa hipodérmica de vidrio con su cajita metálica para hervirla en la estufa, de inmediato suscita un alud de imágenes en mi memoria, así como sin duda despertará la divertida curiosidad de los lectores más jóvenes.

Una evocación particularmente significativa es la presencia de muchos libros en la casa paterna, tentación irresistible para Rubén, que devoraba lo mismo lecturas “serias” como La Divina Comedia o Los miserables que los cómics de la Editorial Novaro, donde por cierto yo hice mis pininos como editor, justo allá por los setentas. El caso es que, como narra Rubén:

… de tanto leer, empecé a inventar mis propias historias y a escribirlas. Cuando mi mamá se dio cuenta, se apresuró a comprarme la libreta más bonita de la papelería (nosotros también vendíamos libretas, pero eran demasiado sencillas, engrapadas, y tenían pocas páginas) y empezó a platicarme de Ernest Hemingway y de la maravillosa vida de los escritores, que van a la guerra por gusto, en países lejanos, viajan en barco, pescan tiburones en Cuba, suben montañas en África y tienen docenas de novias. ¿Y qué creen ustedes? Que al oír eso yo me dije: “Éste es mi negocio”.

De manera simplista, se podría decir que El alfabeto mágico cuenta la historia de cómo el joven Rubén, presunto alter ego del autor, decidió dedicarse a escribir. Agustín Cadena ha comentado en entrevistas que en todos sus libros hay algo de él, y probablemente en éste haya bastante más que en otros. Sin embargo, en el protagonista podemos ver rasgos tanto de Agustín como de muchos y muchas que, como él, han (o me atrevo a decir,  hemos) sentido el llamado de las letras e incursionado en ellas con mayor o menor diligencia. Así, más que una novela sobre la escritura como oficio, me parece una novela sobre el milagro y el gozo de la escritura, a través de los textos de la joven Eugenia, sus “retratos de palabras”:  

Lo cierto es que los pocos días en que fue bastaron para sembrar en ella el entusiasmo por las libretas, los lápices y esas artes mágicas en virtud de las cuales trazar líneas en una hoja de papel era hacer “retratos de palabras”. Así lo dijo esa tarde:
—¿Estás haciendo retratos de palabras, Rubén?
Interrumpí mi trabajo, levanté la vista y le dije que sí. Sonriendo. Yo, que rara vez le sonreía a alguien.
Han pasado muchísimos años desde esa tarde y, hasta ahora, no he encontrado mejor definición de lo que es la escritura creativa.

Eugenia, la muchacha del delantal azul con grandes bolsas, la de “la mirada llena de sonrisa”, la que se asusta con todo y no puede ir a la escuela como los demás niños y que, según se desprende del prólogo, existió en la realidad, no es la musa de Rubén, sino una cómplice y una catalizadora que, con su compulsión de llenar una libreta tras otra con su alfabeto mágico, impulsa el frenesí creativo del joven escritor:

Aquello se volvió costumbre: una vez por semana, a veces más, a veces menos, Eugenia llegaba a buscarme con una nueva libreta llena de X. Supongo que a sus padres no les pesaba comprárselas, ya que no gastaban en su educación. Nos sentábamos en la banca y, a la luz dorada de la tarde, yo le leía el nuevo cuento que había escrito; es decir, leía esos cientos de equis como si fueran frases concatenadas. Y empezaba a salir una historia que ya no tenía su inicio en ningún libro. Yo iba inventándola, o eso pensaba en esa época. Ahora pienso que tal vez nunca inventé nada y que esos cuentos estaban de verdad ahí, escritos en un alfabeto de una sola letra que de alguna manera yo tenía el don de descifrar.

Eugenia es uno de esos personajes entrañables de Agustín Cadena, señalados e incluso rechazados por el entorno social por ser diferentes, pero quizá por eso mismo dotados de una sensibilidad que escapa a la mayoría. Parecería ser diferente el caso de Santiago, pintor y maestro de la escuela rural de El Mexe, muy apreciado en la comunidad, en la que dirige un grupo semiclandestino de estudio, y que se vuelve algo así como mentor intelectual de Rubén. Sin embargo, tiene pocos amigos y, sobre todo, un enemigo terrible e insospechado: el padre de Eugenia, a quien intuimos testaferro de algún poderoso de la política o del crimen organizado, que viene siendo lo mismo, lo cual explica tanto su fortuna como los alardes pequeñoburgueses de su familia.

En el mensaje que me dirigió Agustín para invitarme, señala como otras afinidades entre nosotros que este libro “toca temas sociales que nos interesan y nos gustan” y que “privilegia lo humano por encima de lo literario”. Me parece que el conflicto subyacente entre el padre de Eugenia y Santiago, o más bien, entre lo que uno y otro representan, ilustra bien ambos aspectos.

En redes sociales aparecen con frecuencia publicaciones que exaltan –o, como se dice ahora, romantizan– la época que describe El alfabeto mágico como un tiempo en el que se respetaban los valores y había paz en las calles, donde niños y niñas podían jugar sin temores y cometer travesuras inocentes. Agustín no rompe con esa imagen, pero sí muestra cómo los horrores que hoy nos acosan estaban ya presentes desde entonces:

“Yo sentía miedo por mí, miedo de vivir en un país donde un señor sentado detrás de un escritorio podía decir ‘A éste’ y señalar a quien moriría sólo porque sí, sólo porque esa persona se atrevió a decir algo. ¿Eso era ser adulto? ¿Ésa era la recompensa de leer, de pensar?”

Hoy vemos cómo el contubernio entre autoridades y criminales puede volver víctima casi a cualquiera y casi por cualquier motivo. Pienso, por ejemplo, en las mujeres desaparecidas que llenan cotidianamente los avisos de las redes sociales; en las tres que fueron asesinadas hace apenas unos días en nuestro estado de Hidalgo; en las madres buscadoras; en los defensores del medio ambiente en las comunidades indígenas; en periodistas como Javier Valdez y Miroslava Breach; en los estudiantes de Ayotzinapa, en los instructores del Conalep que trabajan en poblados copados por el narco, en los y las adolescentes bajo el acecho de traficantes y acosadores; en fin, en tantas personas cuyo destino está en manos de cualquier malandro o cualquier juniorcillo con armas y motocicleta o camioneta.

En El alfabeto mágico, Agustín nos muestra que no se necesita caer en el tremendismo ni en el panfleto para retratar, con dos o tres pinceladas precisas, nuestra dolorosa realidad. Así, esta novela llena de evocación y ternura, en la que el autor despliega su reconocida destreza narrativa, es también una prueba de que la literatura, más que una vía de escape o un mero juego intelectual, nos ofrece una forma de entender el mundo en que vivimos y de asumirnos parte de él, con todas sus contradicciones y sus maravillas.

Les deseo y auguro una lectura inolvidable. Muchas gracias.

*Palabras de Jorge Anaya en la reciente presentación de la novela El alfabeto mágico, del escritor hidalguense Agustín Cadena.

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