publicidad
Opinión

Pedro Hernández, martiano de corazón

Por: Luis Hernández Navarro

Poco a poco, las aguas del descontento magisterial se sosiegan. La oleada del 15 de mayo al 11 de junio, que arrancó logros fundamentales para los profes, se tranquiliza. Nació un nuevo movimiento teñido de rojo, como las camisetas que vistieron las maestras en sus marchas. Cientos de noveles activistas irrumpieron en la arena pública. Una nueva generación de docentes está en pie de lucha.

El plantón de 28 días de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) en el Zócalo capitalino despertó los más rancios prejuicios racistas. La marea rosa acusó a los maestros de alquilarse al presidente López Obrador para ocupar la plancha y demeritar su acto. Y dentro de la marea guinda, diversas voces dijeron que eran malagradecidos con el mandatario y le hacían el juego a los conservadores.

Con su inconfundible sombrero, el profesor Pedro Hernández Morales, secretario general de la sección 9 democrática, durmió cada una de las 28 noches en el campamento, al lado de sus compañeros. Más allá de lo que implica soportar los desplantes autoritarios de funcionarios inexpertos y gobernadores autoritarios, lo más pesado de esas jornadas fue, además de descansar en la dureza del asfalto apenas amortiguada por cartones, hacerlo con el piso húmedo por las lluvias.

Pedro nació el 25 de octubre de 1964, en la colonia Agrícola Oriental de la Ciudad de México, en el seno de una familia de nueve hermanos. Sus papás, de Tamasulapam del Progreso, en la Mixteca oaxaqueña, emigraron a la capital. Su papá trabajaba en la maquila. Fabricaba abrigos y chamarras, que llevaban etiquetas de prestigiosas tiendas departamentales. Le entregaban las piezas de ropa desarmadas y, sin despegarse de una máquina semindustrial, las cosía. Una sola de esas prendas valía el doble de lo que a él le pagaban en una semana por hacerlas. Su mamá ayudaba a terminarlas con los dobleces, los botones y la planchada. Además, cocinaba mole para vender y lavaba ajeno. Cada semana su papá entregaba la mercancía en el centro. Ese día era la felicidad: llevaba a casa pan de dulce y frutas.

A los seis años Pedro se fue con sus tíos Marcelina y Bernabé a Tamasulapam. Vivió allí la infancia más feliz que pudo haber tenido. Aunque su tío Bernabé era analfabeto, tenía una filosofía en la que formó a su sobrino. Con él aprendió a cuidar los animales, sembrar y cosechar. Sus primas eran normalistas rurales egresadas de la Normal Vanguardia. Nostálgico, a los 12 años pidió que lo regresaran a la ciudad. Quería ser ingeniero agrónomo, pero no pudo entrar a Chapingo, porque su familia no era campesina.

Se hizo normalista. Eran cuatro años de estudios después de la secundaria y se salía con plaza. En 1980, con 15 años, entró a la Benemérita Escuela Nacional de Maestros. Salió a los 19 años. Disfrutaba de una beca de apoyo para material didáctico.

En la normal se acercó al Grupo Otilio Montaño. Dos maestros fueron claves en su formación política y pedagógica: Ramiro Reyes Esparza y Rosa María Zúñiga, militantes del MRM y del PSUM. Con ellos participó en círculos de estudio y entró en contacto con el marxismo.

Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, le enseñó la historia real de nuestro continente. Poema pedagógico, de Antón Makarenko, le dio una visión comunista de la educación, y le permitió entender, en las zonas marginadas a las que llegó a trabajar, que la educación puede salvar a muchos niños de peligros y desdichas. Especial lugar en su formación sentimental ocupa la poesía: Pablo Neruda, Jaime Sabines, Miguel Hernández y Roque Dalton son sus autores de cabecera.

Como estudiante en la normal, Pedro participó en la promoción de un proyecto de educación alternativa, y se vinculó a colegios particulares que trabajan técnicas Freinet. Visitó la escuela Paidós, donde ya era directora Tere Garduño. Y la Bartolomé Cosío. Explica: «Llegamos con ese bagaje: la escuela pública debe desarrollar las técnicas Freinet. Y nos preparamos para ello. En 1985 fundamos el Movimiento Mexicano para la Escuela Moderna, que todavía existe». Él aún sigue en esas andanzas.

Al egresar, lo mandaron a dar clases al pueblo de Santiago Acahualtepec, en la Sierra de Santa Catarina. Más adelante, en 1992, junto a otros seis activistas, fundaron la primaria Centauro del Norte, en El Molino, Iztapalapa, por petición de pobladores del Frente Popular Francisco Villa. Recuerda: «Un año después, nos solicitaron que se abriera el turno vespertino. Tres meses estuvimos sin nombramiento, sin plaza y sin registro escolar. Los papás nos confiaron a sus hijos. Empezamos a dar clases y luego peleamos por el reco­nocimiento de la escuela. Tuvieron que reconocernos, otorgarnos plazas para los maestros y en mi caso, aceptar que fuera el director, aunque no me nombró la autoridad».

El maestro Hernández estudió sociología en la UAM-Iztapalapa, pero no terminó porque lo arrastró el torbellino de la Primavera magisterial de 1989. La CNTE representa para él un compromiso de vida, una pasión y la organización que le permitió poner cimientos a sus sueños. Con ella ha recorrido todo el país, excepto Coahuila y Tamaulipas. En todos lados tiene profes amigos, que lo hospedan y transportan. Conoce de primera mano los sistemas educativos de Cuba, Guatemala, Brasil, Argentina, Ecuador y Canadá.

Pedro se asume como luchador social de izquierda, que intenta ser marxista. No ha querido entrar a la política institucional, porque considera que no es la forma de servir al pueblo. “Ese poder –dice– te transforma y no para bien. Es un activista de tiempo completo que sigue enseñando en su escuela y abonando en la construcción del proyecto de educación alternativa de la CNTE.

Martiano de corazón, encuentra en la docencia y la lucha magisterial el sentido de su vida. Como escribió José Martí: «Para los niños trabajamos, porque los niños son los que saben querer, porque los niños son la esperanza del mundo. Y queremos que nos quieran, y nos vean como cosa de corazón».

Twitter: @lhan55

Related Posts