Un día en la vida de un reportero acapulqueño damnificado por el huracán Otis
Ya se cumplen tres semanas de la visita del huracán Otis a la ciudad y puerto de Acapulco.
Mientras aún barro polvo y alguna polilla que las rachas de viento del 25 de octubre se encargaron de sacudir de forma inclemente de mis viejas puertas de madera, escucho que un camión entra a la calle, cerrada por cierto.
Se trata de trabajadores contratados por el municipio para retirar láminas de fierro de las calles.
Cuando escucho el ruido que ocasionan, empiezo a llorar de nuevo, costumbre que había olvidado hace una semana.
El recuerdo me estremece, galvanizadas le llaman, a esas hojas de especie de acero flexible que impulsadas por el aire sin ton ni son, provocaron heridas, muertes, estruendos, relatan algunos en las calles que hasta una persona decapitada.
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Yo vi volar una de ellas sobre mi carro como serpentina y mantenerse en el aire, era cerca de la una de madrugada, me asomé al balcón y en instantes regresé corriendo al refugio que habilitamos en mi clóset.
Según entiendo un cable de electricidad impidió la debacle de mi vehículo.
Sobre mi azotea aterrizaron dos aparatos de aire acondicionado, cuatro láminas galvanizadas de varios metros de largo, dos vigas de acero, y un tinaco.
Otra viga cayó junto a nuestro refugio.
Pero es don José el vecino, quien me despierta de mi letargo: «Qué sinvergüenzas son, vienen primero por lo que les da dinero, esa lámina es para vender, ¿Por qué no se llevan primero la basura?».
Don José tiene posturas controvertidas pero razonables.
Quién le dice que no a quien con un machete, encabezó el operativo de limpieza de la calle bloqueada en menos de cuatro horas: troncos y ramas de árbol, láminas, palmas y una estructura fueron retirados como por arte de magia por cinco hombres y una adolescente, y dos gemelas más menores de edad que retiraban pedazos de loza y barrían con convicción las miles de hojas arrancadas con crueldad de su nido.
«No hay que pagar un quinto, no podemos caer en la corrupción, el ayuntamiento tiene que venir por la basura, si empezamos a pagar se va a hacer costumbre, tenemos que aguantar», argumenta don José, quien expresó la misma opinión cuando se enteró que trabajadores de empresas subrogadas por la CFE habían cobrado por conectar a casas de la calle contigua.
El nuevo Acapulco
A horas de cumplir tres semanas de las dos horas más estremecedoras en la historia de Acapulco, según he platicado con historiadores, puedo concluir que los videojuegos modernos tienen la razón cuando hablan de la moral del personaje manipulado por el jugador.
Ello se entiende cuando el sistema de comunicación y redes cambia de forma casi constante las reglas, un día nunca es igual a otro, por lo que la primera regla del Acapulco de la reconstrucción, es estar preparado para afrontar una dificultad, una calamidad nueva.
Políticos de pantalón largo cambiaron la declaratoria de emergencia a reconstrucción sin haber pisado una colonia de Acapulco, salvo en campaña.
«Aquí no le va a pasar nada»
Fue la mañana del primero de noviembre cuando me quedaron claras las reglas de convivencia del nuevo Acapulco.
Preparé mi caja de herramientas y abordé mi automóvil, un Pointer 2004, con un garrafón vacío para intentar recorrer la ciudad en ruinas y llenarlo de regreso en el puesto de agua potable de la Marina.
Pero el ventilador sucumbió y la manguera del anticongelante cedió al calor agobiante en el ascenso del Acapulco a las 9:30 de la mañana.
La gasolina traída de México, el esfuerzo de mi familia, la mala señal, el futuro próximo se había destruido.
En el nuevo Acapulco, el de los saqueadores, el de las mujeres que buscan medicina para sus hijos convalecientes, no conviene enfermarse, no conviene descomponerse, no conviene ser débil.
Casi entre lágrimas pido al gerente de Soriana Farallón, de la que soy cliente, guardar mi vehículo en su estacionamiento. Implacable me responde: «No es posible, la tienda será cerrada, eso pasa por saquearla».
Busco a mi mecánico y su ayudante indiferente me dice que no es posible resguardar mi carro.
Temo por mi patrimonio, por mi herramienta, por los saqueos. Hasta que miro enfrente el Ex Ineban, sede de la CETEG Acapulco.
Dirijo mi carro hacia allá en el último expiro, a punto de la implosión del motor, para conocer a don José Antonio Lugardo, el comandante Toño, de la policía auxiliar estatal.
Entre lágrimas, le pido que cuide mi carro, que lo van saquear, que si quiere usarlo para buscar a su hijo desaparecido hace ocho días, para ir a su colonia, que lo use, mejor que se use para algo bueno.
El hombre, quien llora también por el que sería su segundo hijo perdido, se niega a recibir dinero, no acepta las llaves, solo pide confianza para cuidar el carro.
«Aquí no le va a pasar nada».
Camino al purgatorio
Entonces debo caminar de regreso, por la Costera, son casi las 11 de la mañana, con la caja de herramientas y el garrafón vacío.
Ya veré cómo y de dónde envío una nota.
Con muy poca agua paso la zona de la Condesa, y en las torres gemelas encuentro a Isaac Flores corresponsal de Televisa, me da un litro de agua y me insiste para consolarme: «Estamos vivos Briseño».
Sigo caminando por aquel desierto de asfalto, entre montañas de escombros y ramas, con el celular a medio cargar, en busca de señal de internet, hasta llegar al hotel Copacabana.
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En sus afueras, encuentro a doña Elizabeth, a quien conocí cinco días antes, me da la buena noticia que encontró a su hijo y esposo, pero que cerraron su hotel, se quedó sin trabajo pero halló a su familia.
«También quitaron el internet», me dice y no puedo creerlo.
Me presta su teléfono para hablar con mi esposa en la capital del país y exponer mi nuevo panorama: «estoy bien pero no sé qué va a pasar después, me despedí del Pointer».
En mi trayecto veo comercios cerrados, en otros colocan maderas, trabajadores que hacen fila en el Vips, Burger King sigue buscando a sus colaboradores, en Sanborns Calinda hay mantas de protesta por el cierre debido al saqueo.
Hace calor, calor seco, no puedes comprar agua ni la cerveza acostumbrada, salvo caminar y moverse solo en espera de que el destino tenga una jugada a favor tuyo. Con la garganta seca, pues los últimos 600 mililitros de agua son para el último jale.
Me muevo de ahí en busca de dónde enviar, con la caja de herramientas y el garrafón vacío después de caminar unos cinco kilómetros llego a la iglesia de Costa Azul donde milagrosamente ahora sí funcionó el internet, son casi las 12 del día.
Horas después me entero que mi esposa devolvió la llamada para buscarme; logra hablar con doña Elizabeth, la ex trabajadora del Copacabana, quien simplemente, me dice Vanessa, se puso a llorar desconsolada: «Las cosas están peor de lo que dicen».