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Opinión

El último lector | Elena Pomar: Percepciones ancestrales

Por: Rael Salvador

No se trata sólo de las ideas, el pensamiento, los argumentos y, más plástico todavía, sus elaboraciones intencionadas.

En las artes plásticas existen pulsiones que se refugian en la imaginación, y a partir de ella, entremezcladas de fantasías, elaboran una construcción, se apropian de una forma y —convención al uso— se labran un nombre.

Existen situaciones y escenarios a los que sólo accedemos de manera indirecta, a partir de lo abstracto o lo simbólico: la muerte, por ejemplo, pero también el amor, la justicia, la virtud, el tiempo, etc.

En la utilización de conceptos, agilizamos el trámite hacia las formas (si imaginación significa dar imagen, las imágenes posteriormente se arropan de lenguaje).

Lo que representa reproduce lo figurativo, trátese de bisontes, mitos, dioses o héroes, y a partir del siglo XVII, en los Países Bajos, de pequeñas trivialidades de la existencia, “retratadas” por Vermeer o un joven Caravaggio, sobre todo, el de la Cesta con frutas (1599). André Malraux observó dicha transición con una ordinaria proporción nada ceremoniosa: “Lo que Holanda inventó no fue cómo colocar pescado en un plato, sino que ese plato dejara de ser comida para los apóstoles”.

Observar lo informe, bajo el esquema de lo asociativo —esa banalización de encontrar figuración en todo (como en el test Rorschach o las necias proyecciones de la pareidolia*, que descubre patrones antropomórficos, familiaridades zoológicas, por no hablar de un concilio de rostros divinos)—, es apremiar la vinculación de la memoria y lo observado: otorgar amparo de normas, reuniendo contornos y gestos para materializar lo inefable en una presencia lingüística.

Elaborar presencias fuera de la convención de los preceptos y sus modelos, manifestarse sin relacionarse a nada, en una íntima subjetividad en armonía que se revela a sí misma… ¿Estaríamos hablando del arte crudo de la vista? ¿Nos estaremos refiriendo al cambio morfológico se “no ser” a “ser”? ¿La madurez ante el ID egipcio, esa desapropiación infantil, que significa “sordo” a lo divino?

La pintora Elena Pomar (nacida en Ciudad de México, afincada en Ensenada, Baja California) refiere de su obra —Percepciones ancestrales—, como murmurando silencio al alma, lo siguiente: “Partículas de luz que van cobrando tamaño, fuerza e influencia, hasta convertirse en elementos que irrumpen sobre una superficie, creando un proceso de conversión de colores y texturas”.

Ella, rastreo y propensión —que interfiere en la cotidianidad como valor estético—, habla de la luminiscencia que reverbera en color como una manera natural de aprehender lo informe. En lo representativo, marco de acción, expone actitudes de impresión que dibujan la pintura misma: elementos de una autonomía que, en su despliegue creativo, naciente, florecen como algo irreal.

Lo que surge, posee el arte de lo innombrable… ¿Qué es esa fusión de aspectos psíquicos? ¿Larvas cósmicas? ¿Asunto de médicos metafóricos? ¿Alegorías del microscopio y sus espejos de feria? ¿Una cambiante bidimensionalidad de tintas para paredes solitarias?

La tentación de nombrar es grande, casi un pecado metafísico.

Los paisajes de luz que conforman los lienzos de Elena Pomar —en esa autoconciencia de descubrir su colorido, no su forma— son breve muestra de universos que se orquestan en una fluctuación de redes neuronales (por decir lo poco), las cuales resuenan en un sistema límbico de “significados” desechados —emociones y saberes desaprendidos, que se da cuando ya no cabe la “abstracción”, lo “simbólico” o lo “subjetivo”— y que se apropian de un correlato fantasma de códigos nuevos: el “síntoma” de su propia obra.

raelart@hotmail.com

* La pareidolia es un fenómeno psicológico donde un estímulo vago y aleatorio se percibe como una forma reconocible, debido a un sesgo perceptivo.

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