4T: Presente y futuro
Es tan poco recomendable desentenderse del presente por soñar el futuro como olvidarse del futuro por vivir únicamente en el aquí y el ahora. Por más que algunos no reconozcan ni las leyes de la gravedad, si algo debe reconocerse al proceso de transformación nacional que encabeza Andrés Manuel López Obrador es su visión de un México futuro, la disciplina con que se ha ceñido a los medios para construirlo y el realismo con que ha hecho el deslinde entre lo necesario y lo posible.
Cuando se aproxima el final del cuarto año de esta Presidencia, es imposible desconocer la enormidad de lo que se ha hecho, pero también de lo que falta para tener un país pacífico, honesto, democrático, justo y próspero, entendida la prosperidad no como una armoniosa coreografía de macroindicadores, sino como condiciones de vida que produzcan una satisfacción generalizada.
La 4T se propuso construir ese país en una economía de mercado severamente distorsionada por la corrupción, bajo las reglas de una de las más deshonestas democracias liberales y con un aparato de justicia plenamente disfuncional. Contra viento y marea –es decir, a pesar del bombardeo mediático nacional e internacional, los bloqueos judiciales y legislativos y los activismos “civiles” tripulados por oscuros intereses corporativos–, el gobierno de Andrés Manuel López Obrador ha conseguido reorientar la política económica en forma radical, de modo que hoy la prioridad en el gasto público ya no es el enriquecimiento de unos cuantos –esa modalidad de acumulación originaria llamada corrupción–, sino la generación de bienestar para las mayorías, no sólo como premisa de justicia social, sino también como medida de elemental lucidez para fortalecer el mercado interno y dar consumidores a la industria, el comercio y los servicios.
La corrupción no está erradicada, como no lo está en ninguna nación, pero sí ha sido severamente reducida con un doble efecto benéfico: por un lado, se han liberado billones de pesos para el gasto público y, por el otro, se han sentado precedentes y escarmientos para debilitar esa que era una tentación automática de buena parte de los servidores públicos: robar.
El país sigue padeciendo un sistema electoral extraviado en la frivolidad, la tecnocracia y el carácter abiertamente faccioso, abusivo y arbitrario de sus principales funcionarios, las elecciones siguen siendo grotescamente caras y el régimen de partidos es aún un terreno fértil para la corrupción, el afán de lucro y el uso del poder para provecho propio. En estos años ha ido creciendo entre la población la certeza de que, si hay un elemento dictatorial en la vida política, éste se encuentra en el Instituto Nacional Electoral y en el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación. Y, lo más importante, se ha dado desde el gobierno un gran impulso a la democracia participativa, a formas de poder popular y a la convicción de que el poder legítimo dimana del pueblo.
En materia de seguridad pública, la estrategia de paz y seguridad puesta en práctica da resultados en forma inversamente simétrica a los que dio la “guerra contra la delincuencia” de Felipe Calderón: mientras que ésta impulsó año con año la violencia criminal y la descomposición, aquélla ha ido reduciendo los índices delictivos en forma lenta –exasperantemente lenta– pero sostenida.
De lo conseguido en lo que va de este sexenio puede delinearse lo que falta por hacer en su último tercio: perseverar en la lucha contra la corrupción, la impunidad y el dispendio, ensanchar los derechos y libertades, extender los programas sociales, terminar los proyectos de desarrollo regional, mantener la soberanía recuperada y profundizar las complejísimas tareas de construcción de la paz y erradicación de la violencia.
Posiblemente no haya tiempo ni circunstancias favorables para emprender una reforma profunda del Poder Judicial, de lograr un cambio radical del entramado legal e institucional del sistema electoral ni de impulsar una transición energética que resulte ejemplar en el mundo. Pero las bases para ello ya están sentadas.
Lo hecho, además, es irreversible: si la próxima Presidencia aspira a tener gobernabilidad y hasta viabilidad, deberá mantener el rumbo y el espíritu de la 4T, y ello implicará proseguir las líneas fundamentales establecidas en la administración actual y basarse en ellas para delinear el México de 2030. Deberá, en suma, mantener como norte y perspectiva un país pacífico, honesto, democrático, justo y próspero.
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