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Opinión

Mar de historias | Sin título / Cristina Pacheco 

Por: Cristina Pacheco

Querida Teresa:

Espero que te encuentres bien y reponiéndote de la operación de los ojos. Me han dicho que no es dolorosa, pero que se presentan ciertas molestias por algunos días. Si las padeces, no te desesperes, y te suplico que no dejes de respetar las indicaciones de tu médico. Piensa que así más rápido podrás seguir con tus clases de italiano por Internet. Tu idea de tomarlas durante el confinamiento, mientras otros perdíamos el tiempo en lamentaciones, me hace admirarte más que nunca.

De la editorial no me han llamado. Me gustaría que lo hicieran, aunque sólo fuera para decirme que no van a publicar mi libro. Toco madera. Te confieso que he estado ilusionadísima, pensando en el momento en que me citen para firmar el contrato. Estoy segura de que mi padre se sentiría muy orgulloso de que en él aparezca su apellido: Lezama. Cuando bebía me confesaba que a él le hubiera gustado escribir la historia de su familia. En su recuerdo, lo hice yo. Espero no haberlo defraudado.

Para escribir trabajé de memoria, basándome en cosas que oí de chica o en las que me contó directamente mi padre. Desde que llevé la novela a la editorial pensé que, de publicarse, no faltará quien me escriba o me llame para decirme que las cosas no ocurrieron como yo las cuento, que la prima Fulana nunca cometió ninguno de los actos que le atribuyo y que no tuve ningún tío albino, prófugo del seminario.

Además de ese riesgo hay otro: que alguien de la familia se identifique con uno de los personajes conflictivos –tengo varios–, se dé por ofendido, amenace con acusarme de difamación y con hacerme un escándalo el día en que mi libro se presente ante la prensa y el público. Te cuento que hice algo muy infantil: pensando en ese día me compré un vestido. Lo tengo guardado dentro de una funda de plástico negro para que no se decolore.

II

No fue fácil decidir quiénes iban a ser los protagonistas de la historia. Para lograrlo, me dejé llevar por el recuerdo del afecto con que mi padre se refería a alguno de los muchos miembros de su parentela. Así fueron ocupando su sitio en la primera fila, como estudiantes a quienes su maestra les pasa lista, mientras los demás personajes esperaban el momento de levantar la mano y decirme: “No me olvides, también estuve allí; hice esto y lo otro.”

Entenderás por qué razón dediqué las primeras páginas a doña María, la abuela de mi padre. Por lo que él me contó acerca de ella, siempre la he concebido como una mujer violenta y tiránica, pero que tuvo la virtud de conservar la tierra y mantener unida a la familia. En el libro suavizo alguna de sus reacciones más duras. Lo hice por mi padre y por mí: para poder amarla un poco.

Un capítulo entero lo dediqué a mi tío Félix –hermano mayor de mi padre–, un loco maravilloso a quien por desgracia no llegué a conocer pero admiré, y sigo admirando, por su capacidad para librarse de la realidad inventándose otra. Mi padre dijo que, de no haber sido por su hermano, cuando estuvieron internos, él habría terminado por… En fin, ¿para qué te lo cuento si vas a leerlo en el libro?

En otra sección aparece la prima Taide: sin que jamás hubiera padecido alguna enfermedad o un accidente grave, aún muy joven, la encontraron muerta sentada en una silla, vestida con la ropa buena que se ponía cuando iba a salir –aunque sólo fuera a la tienda o a la iglesia– y sobre la cama sus maravillosas trenzas cobrizas cortadas de un tijeretazo. Esto y la inexplicable forma en que murió dejaban un vacío. Lo llené inventando que las trenzas eran señal de un juramento y que su muerte había sido suicidio, cosas que su familia ocultó con el mismo celo con que hizo desaparecer los frasquitos de pastillas vacíos que encontraron debajo de la cama. Con ese ocultamiento le ganaron a Taide el derecho de irse a descansar a un camposanto.

Otra protagonista es la tía Esperanza. A ella sí la conocí y es acerca de quien más trabajo me costó escribir. Era la hermana de en medio y, por lo mismo, estaba sujeta, por un lado, a la autoridad de sus padres, y por otro, a los designios de Félix, Leona, Isabel y de mi padre, a quien me consta que adoraba.

Cuando se tomaban decisiones nunca le pidieron su parecer y no recuerdo que jamás haya elegido nada: se sometía a voluntades y opiniones en cuanto a comida, ropa, diversiones, todo. Otro detalle: no hay ni una foto suya donde aparezca sola, siempre es parte de un grupo que la devora.

En la realidad, Esperanza tenía una hermosa voz. En la novela inventé que sólo cantaba al saberse sola y siempre el mismo bolero: “Quédate conmigo/ No me dejes sola./ Quédate tan sólo/ dos minutos más.” A partir de eso me convencí de que tenía un amor secreto, perverso y sin futuro. Si alguien viene a decirme que soy una mentirosa, que Esperanza ni siquiera tuvo un novio, pienso explicarle que agregué ese detalle para ponerle un poco de emoción a una vida que pasó sin pena ni gloria, y creo que también sin amor.

III

Querida Tere: me doy cuenta de la equivocación que cometo al revelarte por qué y cómo escribí mi novela, cuánto hay en ella de realidad y cuánto de invención, porque cuando la leas ya nada va a sorprenderte. ¿Ves que hablo como si tuviera seguridad de que van a publicármela? Espero que sí, pero sólo estaré segura cuando la licenciada Vargas me llame y me lo diga.

Desde la primera entrevista que sostuve con ella le pregunté cuánto tardaría mi libro en aparecer. Me dijo que uno o dos años, tal vez más, porque estaban en lista de espera varias novelas, libros de cuentos y diarios que autores ya reconocidos habían escrito acerca de la pandemia, el confinamiento y sus consecuencias. No puedo evitar imaginarme que, mientras le llegue su turno a mi libro, sus personajes seguirán envejeciendo, lo mismo que yo y mi vestido dentro de la funda negra.

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